lunes, 6 de septiembre de 2010

ADUARDO, EDUARDO.



Fui vecino de un chaval, que al preguntarle para que estaba estudiando, soltaba que, para Franco.
Se llamaba Aduardo, porque así es como le nombraba su familia.  Claro que tenían una hija con algunos más estudios que, cuando escuchaba lo de Aduardo, al momento corregía:  -Cun e mamá, cun e -.
A Eduardo le valía cualquier cosas para entretenerse.  Disfrutaba como antes lo hicimos otros, metiendo una paja en el trasero de alguna rana o sapo para a continuación soplar hasta que se ponían casi como un globo.  Luego se echaba a la charca que, por más que lo intentaban no eran capaces de bucear.  Llega un momento que se quedan normales y entonces si, bucean. Eduardo o Aduardo tenía una buena técnica en la práctica del inflamiento y era tan noble en ese sentido, que si por casualidad volvía a coger una rana que con anterioridad había sufrido sacrificio, la tiraba al agua sin más.  Que no se asusten los ecologistas, jamás fui capaz de realizar una autopsia a un bicho de esos estando muerto o con vida. No tendría valor.  Una por otra.
Un día, llegó apresurado a casa.  El timbre sonó continuo y perpetuo.  En principio me puso de media mala leche, pero al verlo tan sofocado, con un pañuelo sobre la cabeza, me hizo cambiar la entonación, ponerme a su altura y preguntarle: - ¿Ahora qué?. El ahora qué tuvo contestación, me pedía un receptor de radio que tuviese ondas cortas.  No pregunté más, le entregué uno, a cambio un gran abrazo, un grito y salió como alma que se la lleva el diablo, que decían las madres. ¿Y tu hijo?, decía el padre al llegar: - Salió como alma que se lleva el diablo-. ¿Estudió?. -Vete tu a saber-. Fin de las preguntas sobre el hijo.
Durante un tiempo no vi a Eduardo, tampoco es que tuviese necesidad, es que a veces me hacía reír con sus chorradas o yo a él con las mías. Un día cualquiera apareció nervioso, como casi siempre: - Tienes una chilaba -. -Si, pero no te la voy a dar.
Lo que digo a continuación, no es broma.  No hay nada como una chilaba, para tener el cuerpo fresco durante todo el verano; lo que lleva a preguntarme el motivo por el que la mujer ha cambiado la falda por el pantalón.  Quizás sea por igualarse al hombre, vaya usted a saber. ¿Dónde está tu hijo? -preguntaba el padre- Vete tu a saber-.
Eduardo al escuchar que no se la daba, salió disparado.  Confieso que no me dejó bien el cuerpo, es que no me gusta negar, la sílaba "no", siempre procuré que no estuviese en mi pobre vocabulario y es que a mi, cuando niño, un "no" que me dijesen, me hacía mucho daño.  Por eso enrollé la dichosa penda, al tiempo que caminaba a su casa para entregársela. Ya compraría otra, no son caras.
Maruxa...¿anda por ahí Eduardo?.  Creo que si. Aduardo me da que está en el comedor escuchando una radio que dice cosas que no se entienden.
Y allí estaba con el receptor a todo volumen, la oreja pegada al altavoz escuchando una emisora que me pareció árabe por su potencia de emisión.  En principio no me vio.  Lo que escuchaba, intentaba repetirlo y me da que no muy certero, es como si uno que aprende castellano, el paraguas lo pronuncia como botijo. Es que Eduardo de oreja no andaba muy sobrado. Se giró, apagó la radio de inmediato, estiré el brazo entregándole la prenda que abrazó con fuerza.  Sus enormes ojos, ahora húmedos, me estaban dando las gracias como sólo él sabía.
Luego escuché un ¡siéntate! que me dejó helado para decir a continuación: - llevo desde que me entregaste la radio, escuchando a los árabes-.  ¿Y qué dicen?. -Me cuesta mucho; de momento no los entiendo, pero dentro de uno o dos años, lo hablaré  perfectamente. -¿Por qué estás tan seguro?-. -Mira, un niño nace y no sabe nada.  Al año dice algunas palabras, pocas; pero a los dos años, habla y lo entiende todo.
Callo y no le hablo de que tienen un montón de maestros y le suelto, - ¿para qué quieres aprender árabe?-.
Mira al techo, a las palmas de sus manos y de súbito: - Es que quiero cambiar de religión-. -¡Vaya, coño! y porque no vas a la china?.- Lo pensé, pero me queda muy lejos.
Una tarde, sus padres me dicen que les han cogido un dinero y se ha marchado.  No saben de él y como es tan parviño, tienenn miedo le suceda algo malo.  A mi, me hizo la puñeta consolarlos, no sirvo para que me embargue el dolor cuando en verdad no lo siento y en aquellos momentos, casi preferí que Aduardo volase por sus mundos, como yo hice.  Además, consolando, suelo meter la pata, hasta la ingle, a veces.
En una de tantas y tantas veces que nos hicimos a la mar, casi siempre sin apenas previo aviso, el buque tocó Ceuta y allí permanecimos unos días. Al llegar solía irme al cuartel de Hadú, porque la mejor compañía que podía tener en ese lugar era mi tío golfo y a la vez simpático con veinte o más años de antigüedad en la zona.  África, su paciente esposa, meneaba la cabeza de lado a lado cuando nos veía partir.  Un "ser buenos" y a partir de aquel momento, Ceuta y Tánger a nuestros pies.
Caminando entretenidos, me vino a la mente y se lo dije, que me gustaría visitar la mezquita que llaman Sidi Embareka -hablo del año de la polka-.  Mientras él, hablaba en un idioma cargante en la jota, con un moro vestido de blanco a la puerta de edificio, me fijé en otro hombre cercano, que colocado en cuclillas sobre un campo, cubría la cabeza con un fez granate y una chilaba llena de jeroglíficos.  A su lado una radio a todo volumen emitiendo lo que al parecer era un discurso árabe, por los aplausos que de tanto en tanto, frenaban la voz del orador. Lo volví a mirar, estaba embobado escuchando, su rostro semejaba al de san Sebastián barbudo en pleno suplicio, tal como venía en aquellas estampas que nos daba el cura tras besarle la mano.  A mi compañero de juegos Daniel, hoy me figuro porque a él le daban tantas, montones de estampas traía cada día.
Al abandonar la mezquita, mientras mi tío habla con el musulmán, volví a dirigir la vista al moro de la radio, que ahora mostraba el rostro de san Benito en tiempos de ayuno, tanta era su concentración.
Caminamos poco a poco, recordando lo que habíamos visto.  En un momento dado, mi oído de sonarista me permitió escuchar.
- ¡Aduardo!, ¡coño!,  ¡baja el volumen de la radio!.

Para aquellos camaradas de Hadú, que comían carne de cerdo y bebían cubalibres. Sabía que algunos de ellos tenía que salir inteligente.

BOFETADAS