miércoles, 31 de agosto de 2011

OTRA MÁS






Cuando niño, pasaba las horas del día correteando tras cualquier cosa. Ya mayor, me centré.
Viene a cuento que un día del Señor de cualquier año pasado, un tirachinas en la mano derecha, una piedra de granito en la badana, bien sujeta con  la mano izquierda,  que es como tiene que ser. Las tengo ante mi y hay muchas, tenso las gomas, más,  mucho más hasta que comienza a temblar todo mi cuerpo, entonces,  la dejo libre, la piedra vuela veloz hacia su destino y al poco, un golpe seco y certero, deja sin vida a una paloma.  Había muchas, pero tuvo que ser aquella  la que se interpuso en el camino.  Y yo temeroso que no me lo creo, que es cierto que apunté al grupo, pero sin la convicción de hacer tanto daño y va, le rompo la cabeza.
Estoy solo, nadie me ha visto, la recojeré, le puedo hacer un bonito entierro. ¿Entierro?. ¿Y si es el Espíritu Santo?.  Mira que si lo es.  Entonces, el corazón me comienza a la latir fuerte, desacompasado, como no queriendo participar en el santicidio, no puedo más, me siento en el bordillo de la acera mientras sudores chorrean por mi cabeza y cara.  A mi lado la paloma muerta y a la que miro y remiro buscándole entre el plumaje una marca, una señal divina que no encuentro.  La recojo y con ella entre mis manos camino hasta el Baluarte, frente el cementerio, para darle santa y nunca mejor dicho, sepultura.  Es un buen sitio, a estas horas no hay gente, nadie me preguntará.
No es que sea muy profundo el hoyo pero queda bien tapada.  También le hago una cruz con dos palos que coloco cercana y así marcho con la intranquilidad de haber enterrado a una de las personas de la Santísima Trinidad. Tiene narices lo que acabo de hacer, he dejado el grupo en dos.
Me costó dormir aquella noche y algunas más.  De vez en cuando destapaba la cabeza temeroso, miraba a la ventana pendiente de que al lado de la luna apareciese un gran palomo para lanzarme un pedrusco envuelto en un papel que dijese:  De parte del Padre y del Hijo...
Si en casa era siempre la persona que animaba, que contaba los últimos chistes a la hora de comer, a partir de entonces dejé de hacerlo, comía muy poco tomándolo como una penitencia.  Dejé de ir al cine, ese si fue un duro castigo, lo que aumentaba mi tristeza y constantemente la palabra ! asesino !, ¡ asesino ! en voz baja, como si viniese de ultratumba, rondándome y si los otros, habían crucificado a Jesús a sabiendas, de muy malas maneras porque todo estaba escrito y premeditado, yo había matado el Espíritu Santo sin conocimiento, a traición y además lo mío era evitable.  A partir de entonces, Dios estaba solo en su universo.  Eso si me dolía porque, quieras o no, todo el mundo necesita compañía.
Dejé de ir a misa por temor a tener que confesar mi pecado.  Veía a todos como locos tras de mi gritando: ¡ al patíbulo !, ¡ al patíbulo !, ¡ asesino de una parte de Dios !.  Todos vociferaban, cristianos, moros, negros, chinos, ateos, todo el mundo se unía contra mi.  No lo entendía, cruzaba calles, todo eran calles sin curvas, nunca se llegaba al final, ni había cuestas y yo corría sin descanso escapando de aquella prole de malencarados.  Entonces caí en la cuenta, tenía ante mi al final, una única visión del infierno..., al que caía, caía, caía..., sin llegar jamás al final, al fuego eterno.
Se pasa mal, en este tipo de sueños. No se que les sucederá a las personas mayores, seguramente que estarián todos como dicen los chinos "kakaítos" de miedo, pero bien que lo disimulan, que de Supermán está el mundo lleno.
Y que en medio de cien palomas le tuve que cascar a esa...  Por eso las demás la rodeaban.  Si estuviera en una esquina no le sucedería, pero no, tenía que estar en medio como los políticos pero a ellos no les sucede porque siempre van en esos coches negros que les dicen blindados, pero la paloma iba descubierta porque sus plumas, digan lo que digan, no les defienden. ¡Pero es que no hay migas de pan en el cielo, que tiene que venir a la Tierra!.  No hay quien lo entienda.
-Adios mamá-,. -¿A dónde vas?. -A misa-.
Ni de coña, mi misa era caminar pensativo por el puerto, sin ver los botes que subidos a la mar jugaba a balancearse, ni las enormes grúas siempre con la cabeza agachada como pidiendo perdón, ni seguramente, a cualquier compañero de clase que me había saludado.
Lo que daría por tener una amiga.  La amigas lo entienden todo, no se alteran y siempre ayudan. ¿Mi madre?, una regañina que duele más que unos buenos palos.  Una amiga sabe lo que hacer, por donde caminar, aquien acudir, a quien preguntar. Así es.
 Y un día, no teníendo amiga, amiga a quien contar mis sufrimientos me acerqué a mi madre y, sin pensarlo, le dije que había matado al Espíritu Santo.  Le dolió porque sin decirme nada me dió la espalda y así estuvo un buen rato llorando, lo notaba porque las manos las tenía en la cara y no dejaba de moverse.  Durante bastante tiempo no dejó de alzar los hombros como hipando, yo temblaba. Cuando se giró, los ojos le brillaban así como su rostro.  Le conté como lo había asesinado y como lo había enterrado, ¿quieres verlo?, dije temeroso. - ¿Está muy lejos?-. -En el Baluarte-. -Pongo unos zapatos y vamos para allá-.
Llegados al lugar y cerca de donde lo había dejado di un salto hacia atrás mientras señalaba a mi madre el agujero. ¡Ha resucitado!, ¡ha resucitado!.  Una felicidad me invadio, me sentí libre, Dios me había perdonado. Mi madre se acercó, husmeó un poco, siguió el ratro de unas plumas y al fondo, un gato negro como el azabache comiéndose con toda la calma al Espíritu Santo. De nuevo, la tristeza más grande me invade. A lo que he llegado.
Cansada de verme vivo sin vivir, mi madre me dice que la acompañe a la iglesia.  En lo alto del altar, la talla de una paloma.  Quedamos al lado de la pila del agua bendita.  Van llegando personas que dicen "en el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo". Todo los dicen, nadie se come la última parte.  Hasta el cura lo ha dicho en varias ocasiones, en muchas ocasiones.
Al salir, iba convencido que a narices, tiene que haber varios Espíritu Santo
A narices tiene que haber varios, estoy seguro de ello.
Yo, asesino; maté a uno de ellos, hace mucho tiempo, cuando era todavía un niño.

sábado, 6 de agosto de 2011

VIVENCIAS Y DOS.






Con seis años aparecí en Ferrol, ciudad marinera que entonces disfrutaba de 4 días de sol y 361 de lluvia.  Vivía con mis padres en la Puerta de Canido, cercanos a descampados sembrados de coles, magnífico lugar para esconder y entretener a los niños que jugaban a bandidos. Era una barriada de marinos que apenas se enteraban del comportamiento de sus "niños" a causa de sus constantes navegaciones.  Un conserje barrigudo en exceso, que a la mínima extraía y mostraba su ancho cinturón de cuero, hacía las veces de enseñante y al igual que los buenos maestros de entonces, sus cabreos eran apoteósicos pero no causaban daño.  Ello permitía a nuestras tutoras confiarse en sus labores, sin tener que estar asomándose constantemente a la ventana para ver si el niño hacía una trastada.  Había otro conserje al que bautizamos como Bamba por la mucha pachorra que se gastaba.  Caminaba lentamente, siempre por las aceras, lo que nos permitía escapar a media marcha tras una travesura, jamás atravesó alguna de las enormes plazoletas que había entre los edificios.  Plazoleta para todo tipo de  juegos, prohibida la pelota y ese era un motivo para que los conserjes anduviesen tras nosotros a la greña, por el poco caso que les hacíamos. Entre juegos de todo tipo, cines, charlas en el interior de cualquier portal y como no la niñas,  fuimos creciendo mientras a escondidas nos mirábamos detenidamente la entrepierna esperando apareciese algún mínimo pelillo, que de eso se trataba. Teníamos unos once años.
La Malata, al borde de la ría de Ferrol fue nuestra segunda casa.  Los mayores que les decíamos cuando tenían 18 o 20 años, nos permitían estar con ellos, escuchar sus conversaciones, conversacions que no aparecían en las novelas de Corín Tellado, que alguna leí.  Jugábamos con ellos al frontón al lado del túnel, juego que luego practiqué a diario con otros compañeros en el Instituto. Nos bañábamos desnudos que no era plan llegar con el bañador mojado a casa.  Nos duchábamos en un manantial, con el agua helada que corría libre que  en el interior del túnel de ferrocarril, a fin de quitar del cuerpo el salitre y es que las madres, quizás puestas de acuerdo, a la llegada a casa, nos tocaban con la punta de la lengua en busca de aquel sabor a sal que la mar deja, que nos hiciera de inmediato,  merecedores de un castigo.  El peor, quedarme una hora en casa sin salir, pero también, le había cogido la aguja de marear, unos besos, un te quiero, la madre se derrumbaba, el castigo finalizaba. Con siete años nadaba como un pez.  Si no llego aprender por mi cuenta y riesgo, hoy no sabría flotar, tanto era el temor de aquellas mujeres a las muertes por ahogamiento.  La primera vez que mi madre me vio nadar, se llevó un buen sustó al ver que me alejaba de la orilla y otro se llevó cuando subiendo de la Plaza de España a Canido, vio bajar a gran velocidad,  pedaleando por la cuesta, un loco en bicicleta, sin las manos en el manillar, derecho en el sillín como si fuese a caballo. ¿No serías tú?- me dijo.  La luz se le encendió. Terminó con varios "estáis locos", " que me vais a matar el día menos pensado".
En la Malata lo aprendimos todo, también a navegar a vela con unos pocos años.  Los niños, suele suceder, aprenden muy pronto lo que les interesa y así era.  No tanto con aquellos libros aburridos, sin una triste estampa o fototografía en medio de sus páginas, llenos de fechas, de nombres.  Entonces, ante ellos, mi mente se iba a la calle, pensando en la manera de conseguir metal para vender al chatarrero y de ese modo poder fumar tabaco rubio e ir al cine una, dos e incluso tres veces cada día.  ¿Muy tarde llegas hoy?. - Si, mamá, el profesor que se empleñó en explicarnos unos teoremas.  Ese día no había pisado el colegío.
Antes de crecer, es decir, antes de llegar a los catorce años, seguíamos siendo niños.  Esperábamos a unos chavales que venían desde Serántes en unos carros de madera cargados de piñas  para encender las cocinas. La mercancía la vendían pronto y una vez vacío el carro, a él subíamos los más decididos en el inicio de la calle de la Tierra y a una gran velocidad, bajábamos aquella inclinada cuesta hasta llegar a los Cantones.  Era fantástico todo aquello.  No lo era tanto, tener que empujar de nuevo el carro hasta Canido para volver a bajar en medio de grandes gritos porque el artilugio daba la impresión que se iba romper y gritos en las aceras de las personas mayores afeándonos aquella conducta.  Siempre nos afeaban conductas, como si ellos fuesen un ejemplo de virtud.  Hay que decir a todo esto, que apenas circulaban automóviles.  Jugábamos a la pelota en cualquier calle y al divisar un coche allá a lo lejos, deteníamos el juego y pacientes esperábamos que siguiese su camino y nos dejara el "campo" libre.  Parábamos de jugar para luego emprender feroz huída, cuando el rostro de un Municipal asomaba, sobretodo aquel llamado Santana.  Los conocíamos todos.
Se diría que éramos hijos de la calle y la calle nos amparaba.  Fue una forma de crecer libre sin molestar a nadie lo más mínimo, que en educación, sobresalíamos.
Y libre seguí creciendo en el Instituto después de haber pasado por la locura, llevada al máximo extremo, de una  terrible Academia.  Es cierto que en el Insti descubrí el cielo con todos sus serafines tocándome una balada.  Era magnífico, podías faltar a todas las clases y tan sólo teníamos que acercarnos el sábado por la mañana a la oficina del bedel Juanas, tomar de una caja nuestras tarjetas con las faltas de asistencia a clase, que sobre las once el hombre,  echaba al correo.
Falsifiqué eso y más. Mostraba fantásticas notas en casa. Las volvía a su primitivo estado a base de borrar con lejía mezclada con agua.  Firma de mis padres, firma de profesores falsificadas tan perfectas, que ni se enteraban. Falsificaba también, como es lógico, las de mis compañeros de correrías.
En una ocasión, el profesor de literatura, después de pasar lista si hallarme como siempre sucedía en clase, preguntó que me ocurría. Un simpático, luego me enteré, le dijo que tenía leucemia.  El bueno del director que llama a mi madre. Que le dice es una enfermadad muy mala pero con la ayuda de dios su hijo saldrá adelante.  Mi madre le pregunta qué enfermedad. El hombre que le larga lo de la leucemia. Con el tiempo recordándolo, nos reímaos todos en casa,  pero se que aquello hizo llorar a la mujer que más he querido.
Aclaro, que en verano me rompía el alma y estudiaba hasta en la playa.  En septiembre pasaba el curso.
Quizás aquello fuese una desviación de comportamiento el no estudiar bajo la lluvia y si en verano.  Una vez un profesor me dijo que no estaba bien formado. ¿En qué sentido?- le pregunté altanero.  Me echó de clase.  Esas eran sus explicaciones.  En otra ocasión me preguntó en clase qué hacía, le contesté que estaba pensando; la clase se rió, aquello le produjo una inmensa herida, me breó a palos. Esa era su enseñanza.  Así todos los días.
No quiero olvidarme de la zapatería "El Cubano" que así rezaba el cartel pintado en negro sobre la puerta del trabajo, un lugar pequeño en donde solían laborar unas cinco personas.  Descalzo sobre un periódico, Jesus solía dibujarme el contorno de los pies y a partir de ahí, me hacía aquellos zapatos de "encarga" que le llamaban, zapatos duros, a prueba de patear piedras y cualquier caldero que apareciese en el camino.  No quiero olvidarlos porque he pasado muchas horas en medio de ellos tomando parte en sus conversaciones, escuchando atento los consejos del viejo Lito, amante de los pájaros que también me gustaban, a pesar de caminar siempre con un tirachinas en el bolsillo del pantalón.  Nunca maté alguno y un día que  lancé una piedra a unos cables, que  vi como había acertado al pájaro, que lo vi caer, que lo cogí temeroso, que le eché aliento mientras lo sostenía entre mis manos  caminando a un recado y cuando al pasar un buen rato el pájaro dió señales de vida, me sentí la persona más feliz del mundo.  Le di tantos besos, lo acaricié tanto que cuando abrí la mano, el pajarillo quedó quieto y tuve que echarlo al aire para que volase libre. A lo que íbamos.  Aquellos zapatos del Cubano eran irrompibles.  Primorosos me los dejaba mi madre el domingo pero por semana, jugaban al futbol en cualquier terreno enfangado, sobretodo en Baterías y que luego lavaba en Copacabana con agua salada que los dejaba relucientes hasta que, una vez secos, el salitre asomaba. Eran eternos, me decían que la suela era de rueda de avión. Ni lo se.
Y aquella bicicleta verde con barra que alquilaba en el taller de Ricardo.  Una maravilla porque todos la cuidábamos.  Solíamos alquilar bicis parar ir a La Cabana a sustraer un poco de fruta y digo La Cabana porque a donde íbamos, no había vigilancia alguna.  Infinitos dolores de barriga por comerla verde y verdes las nueces que bajábamos de unos árboles que había delante del cuartel del ejército de Canido.  A las nueces verdes, se les limaba la capa exterior, arrastrándolas sobre paredes granuladas.  Los dedos y las manos quedaban tintados, feos, durante una larga temporada.  El premio, la carne fresca de la joven  nuez todavía sin hacer, de un blanco purísimo, que metida en un trozo de pan se llevada a la boca.  Temblores me entran al recordarlo.  Si podéis probarlas un día tal como os digo pero ojo, el precio es muy caro y es que el color oscuro verdoso de las manos no salían con lejía ni con Netol.  Hoy hay guantes.
Las nueces se bajaban lanzando al árbol unos palos de unos 70 cms.  Por aquel entonces, en la Puerta de Canido había dos quioscos conocidos como el "grande" y el "pequeño" debido a sus tamaños.  En el "pequeño" vivía permanente un hombre llegado de una aldea, lo digo por el habla.  Le llamábamos el Zoqueiro porque caminaba en principio con zuecas. No pasó mucho tiempo cuando le llegó una novia y allí los dos, en el mínimos espacio de aquel quiosco se arrullaban.  El habitáculo estaba forrado de cinz bajo, dándole sombra un frondoso nogal y cuando entrábamos en temporada de nueces, el palo volaba sin descaso a lo alto.  La caída por lo regular era sobre el alojamiento de la pareja que salían al principio como locos creyendo que aquello se iba al traste.  Con el tiempo hasta creo que se acostumbraron. ¿ O no ?.  Mejor no.
La cabeza de un joven siempre -supongo que a los actuales también-, está en movimiento.  En una ocasión, no se el motivo,  intenté marchar de casa y llegar a Madrid.  Iría por la vía del tren, lo que no contaba era con los túneles que me obligarían a subir montañas.  Lo cierto es que a las once de la noche, en los coches que chocan de los Cantones un guardia civil se colocó a mi lado.  Sólo me dijo: ¡ Pero Chalo, qué eres un crío ! y así, convencido  de que lo era,  me entregó convicto a mi  gran abuelo. Lo que me perdió o no, fue dejar sobre la mesilla de noche una carta despidiéndome hasta algún día.  Qué poca cabeza, pienso hoy. Quizás fuese tanto cine, aunque pensándolo bien, no es que en la acualidad mi cerebro rija como muchos laureados desearían.  Voy por libre.
No quiero terminar sin decir a nuestro favor, que respetábamos a los mayores, a todo el mundo.  Que cualquier persona podía contar con nosotros para hacerle algún tipo de recado, que aguantábamos los críos como si fuesen nuestros hermanos, que asistíamos los domingos a misa, que nadie tomó algo que no le perteneciese.  Lo prometo.  Es cierto que con diez años fumaba pero tuvieron que pasar más de cincuenta  para darme cuenta que el tabaco no es cosa buena aunque sigo pensando que es fantásico para las esperas, para matar el aburrimiento, para no permitir que los nervios salgan al exterior, para ver como esas voluptas de humo van saliendo por nariz y boca.  No me pesa, a lo hecho, pecho.
Alguien habrá notado que no he hablado de niñas.  Podría decir aquello de soy un caballero sin serlo, podría decir tantas cosas, que todos pensaríais que es mentira.  Por eso callo y callaré aunque muchas veces, el silencio tiene vibraciones que hablan.
El silencio de los cementerios no vibra, a no ser que alguien tome una flor prestada de otra tumba y la deje sobre aquella siempre olvidada con su cruz destartalada.
Suelo hacerlo.  Probar.  Queda el alma tan en paz, tan contenta.

En recuerdo a toda la gente y situaciones que me hicieron feliz.  Sucedía muy a menudo.

jueves, 4 de agosto de 2011

VIVENCIAS UNO.






Bajaba todos los días la calle de los Muertos para ir al colegio. En esa calle, inmediaciones del horno de Vara, siempre  mujeres limpiando cristales y maineles con trapos hechos con los restos de las viejas mantas del Ejército vencedor, que repartían, las agrias, prepotentes y condecoradas damas de la caridad  y del Auxilio Social. ¿Por qué siempre aquellos rostros de mala leche, esqueléticos u orondos de aquellas mujeres?.
- Se arreglan colchooooooneeees - gritaba aquel muchacho rubio, colilla pegada al labio, que me parecía enfermo de sífilis.  Caminaba con un extraño aparato y en cualquier rincón de la calle, destripaba el contenido de los colchones de lana, que pasaban por la máquina llena de dientes, terrible invento; para a continuación, terminada la faena volver a coser y recoser aquel jergón, teniendo cuidado de dejarle los "bollos" equidistantes y del mismo tamaño.  Clientela no tenía mucha, o la gente se reservaba o en muchas casas se usaban como colchón,  las hojas de las mazorcas, la paja cortada en trozos pequeños o vaya usted a saber, que en definitiva, una vez se coge el sueño vale cualquier artilugio para echarse y en aquellos tiempos, las personas, llegaban muy cansadas después de trabajar como casi animales toda la jornada.  Esperaban a los hombres impacientes, mujeres que caminaban por lo regular embarazadas, vestidas ellas de un color negro o parecido.  Era el luto que se llevaba por la muerte de un familiar allegado.  Ello me hacía temblar pensando que si por ejemplo moría mi madre, tendría que estar por lo menos dos años sin ir al cine y cuando estaba a punto de poder ir, se muriera mi padre, empalmaría otros dos años, lo que para mi significaba un desastre en todos los sentidos.
Que lejano me queda aquel caballo que tiraba de un carro.  Fuerte pero siempre pausado.  El carro completamente lleno de sifones, gaseosas, refrescos de los "15 hermanos".  Siempre lo esperábamos en la Puerta de Canido y es que en puntualidad nadie le ganaba y, mientras un grupo corría tras una pelota delante del caballo para entretener al del estribo, otros le cogían, le cogíamos alguna que otra gaseosa.  Nunca me gustó la gaseosa y es que al darle un buen buche, toda ella subía por la garganta y salía por la nariz en medio de grandes picores y molestias.  No nos gustaban las gaseosas digo, pero si la bola de cristal que traían en su interior como retén para la salida del líquido.  Esa botella dejó pronto de fabricarse pero la encontre muchos años después, en un cabaret de Lisboa.
En el olvido queda la banda del Tercio del Norte que todos los días, hiciese sol o lloviese, desfilaba hacia Capitanía General a tomar parte en el izado o arriado de la bandera.  A su alrededor muchos mirones y curiosos que dejaban lo que estaban haciendo y al toque de corneta, todos, militares y paisanos firme tomando parte en aquel acto solemne, esperando que la limpia y bien planchada bandera, tomase su posición final.  En el campo del cuartel de Sanchez de Aguilera, cercano a la estación de ferrocarril,  jugabamos a diario al futbol ya que quedaba cerca del Instituto. Cuando bajaban la bandera, el juego se detenía, la pelota dejaba de rodar y todos en silencio, la acompañábamos serios en su recorrido.  Así eran los ortos y ocasos cercanos a cualquiera de los cuarteles que en Ferrol había el simple toque de la corneta o el sonido de los instrumento de plata y oro de cualquier Cuerpo, detenía nuestros juegos. Tampoco nos importaba.
Los domingos, el Puerto tenía mucha vida.  Las lanchas con destino a Perlío, Mugardos, los Castillos, La Graña o la Cabana, se cruzaban continuamente en medio de la Ría llevando todo tipo de personas con destino a sus hogares y si era en verano a los festejos que se sucedían frente a Ferrol, en la "otra banda" de la ría tal como le decíamos. Durante la semana se llenaban con los trabajadores de la factoría enfundados en unos buzos descoloridos,  cosidos y recosidos.  Sobre el pecho derecho, escrito con hilo granate se podía leer "Bazán".
Esa gente, a partir del sábado a mediodía se transformaba, se volvían ruidosos, era día de cobro y no tardaban mucho en llenarse todos los bares de las inmediaciones. Otros no iban y es que siempre, alguna que otra mujer esperaba al esposo a la salida; era un simple control y una gran tranquilidad para la mujer.  Lo que me dolía de verdad, es como a la vista de todos los que pasaban, eran cacheados sin compasión.  Se notaba en ellos el cabreo pero..., el patrono siempre mandaba.  Y sigue mandando, por mucho que digan.  El resto de la semana caminaban siempre tristes,  encorvados, no se conocían, pienso que unicamente tenían algún trato con los de su taller de tanto fichar a la misma hora.
El suelo de la Factoría tenía el color del óxido, el polvo se había apelmazado de tal manera, que ni la lluvia era capaz de deshacerlo, continuaba compacto y salpicados, charcos de color irisado porque alguna camioneta ya vieja, iba perdiendo el carburante.
En todos los muelles barcos de guerra y botes de servicio.  Escrito a la entrada del Astillero se podía leer "Bazán, al servicio de la Armada".  Hoy lo han quitado.  Nunca me gustó aquella consigna bajo la cual caminaban las personas como si estuviesen obligadas a pasar por la piedra. Unos barcos esperaban órdenes para hacerse a la mar, otros, en reparación. Era ensordecedor el ta-ta-ta-ta- de las remachadoras en el hierro continuo y permanente.  A las doce del mediodía, en la Punta del Martillo una salva de cañón se hacía oír y en ese preciso instante, la sirena de la Factoría comenzaba en los días de lluvia, su terrible lamento, lamento continúo que el viento racheado, lo hacía modificar a su manera.  Con sol, variaba el sonido. Pero en el triste y largo invierno, se sumaba a las calamidades de los que allí, vestidos de buzo descolorido trabajaban de sol a sol, excepto esa hora y pico en que, sentados en cualquier bordillo de la Alameda Suances, tragaban mejor que comían lo poco que las esposas y madres desde lejos algunas, les acercaban.  Había mucha tristeza en aquellos rostros.
Los bares de la calle del Sol, algunos de la calle María, Magdalena e Iglesia se llenaban al atardecer. El cantar se autorizaba que en Ferrol hubo y hay muy buenas voces.  Los niños en silencio al lado de la puerta de acceso, escuchábamos e imitábamos. A diario el paso de un soldado que fusil a la bandolera cruzaba el centro de la Ciudad para regresar poco más tarde con un sobre que sujetaba con fuerza contra la correa del arma. Alguien me dijo una vez que era el Santo y Seña del día. Siempre pasaba un soldado.
En la Plaza de España se instalaban las inmensas lonas de los circos. Le dábamos vueltas y más vueltas buscando un lugar para poder "colarnos" sin pagar, lo que, era muy difícil de tan bien que estaba cosido; pero una vez dentro, nos transformábamos, era otro mundo, todo aquello era fantástico.  Con la boca abierta seguíamos las peripecias de los trapecistas, de Pinito del Oro que conocí en Las Palmas. Nos reíamos con ganas con aquellos payasos, tuve amistad con los Tonetti y sin pensar, me viene a la memoria un fakir que trabajaba en el Cantón de Molins, cercano al palco de música. - "Que por cinco duros me como la bombilla"- decía mientras iba pasando la gorra.  Cada poco contaba el contenido de las monedas que le habían echado y cuando llegaba a las veinticinco pesetas, echaba la espalda sobre un pequeño tablero lleno de puntas, tantas, que era imposible se hiciese sangre.  Luego mordía un trocito de lo que fue una bombilla que no tardaba en escupir.  Se decía que las cogía de las que encintadas adornaban los árboles del Cantón en las fiestas de la Ciudad.
Algunas veces contaba el dinero, sin más lo guardaba y volvía a pedir de nuevo con el consiguiente cabreo del personal que le hacíamos corro.  He perdido muchas horas delante de aquel fakir esperando hiciese sus tonterías, pero, era lo que había.
En el mercado, muchos charlatanes vendiendo sus mantas, sus versos, cantadores de sucesos :-"En la villa del Porriño, camino de Coitelada, habetaba un matremonio, modelo de fe crestiana.  Y a él le llaman don José y a su esposa doña Iana y se foron al Brasil y janaron mucha plata..."- sigue.  Un día, uno me atrapó, me sentó en una silla, la gente me rodeaba cercana. Una toalla demasiado sucia la empapó en unos polvos.  Me ordenó abrir la boca y comenzó a restregarme los dientes con saña. Entonces no fumaba.  Quien me sacó del apuro fue mi madre extrañada por verme de tal guisa.
Y al anochecer en la Plaza de Armas, jornadas de ópera.  Recuerdo vagamente la de Aída, con romanos en lo alto del Ayuntamiento.  Decían que eran soldados del Ejército que se habían prestado para aquello. Los focos de diferentes colores se paseaban por la fachada.  Me gustaba aquello pero era muy pequeño, no comprendía nada.  Ni lo comprendí más tarde en el teatro Jofre.
Y en el Ayuntamiento, un día,  la figura del Caudillo que para eso Ferrol era suyo.  Y la gente le victoreaba.  Todos levantaban el brazo.  No cabía un alfiler y es que la jornada la habían dado festiva, como festiva dieron aquella en que niños como éramos, una banderita de papel en la mano, nos enviaron a la calle para apoyar Hungría sin tener la menor idea de donde se encontraba aquel país. País...
Y la lluvia, siempre la lluvia fina, sobre todo la menuda que no mojaba mientras jugábamos al futbol pero que al finalizar nos hacía la puñeta, inventando situaciones a la hora de llegar a casa.
Y los pequeños puestos de oloroso tabaco rubio y pan de higo sin olvidarme de los tebeos, de Boixcar, autor de aquellos fabulosos dibujos que copiaba íntegros de Hazañas Bélicas, dejando un lugar espacioso en mi pequeño cerebro, para aquella fantástica Colección Austral que había descubierto, que tanto me entretuvo y  enseñó.
Es que acabábamos de salir de una terrible guerra.

A todos aquellos que lo hemos vivido y que no nos importaría repetirlo.

BOFETADAS