miércoles, 22 de febrero de 2012

A UNA ESCALERA.



Camino y a lo lejos la veo. Es una escalera que por más que la miro no encuentro cual es su uso, para que sirve y ahí está sin llevar a parte alguna y es más, en lo alto, si intentas subir, una puerta, repito, una puerta que ignoro si se abre te cierra el paso.  Pudiera ser que conduce a los cielos, al infierno pero cuando llegas a lo alto, si en verdad se abre la puerta y la traspasas la caída puede ser apoteósica y es que la altura que tiene es considerable.
Conozco muchos tipos de escaleras, de pintor, de encofrador, de electricista, escalera de campanario, de prostíbulo, de alcahuetas, celestinas, tramposos, contrabandistas, chivatos, artistas, médicos también, del gallinero en los cines, de caracol, escaleras reales, de primero y segundo piso y de onceavo a donde he subido en bastantes ocasiones porque al ascensor se le ocurría estropearse o quedarse descansando entre dos pisos con alguna persona dentro.  Lo que si puedo asegurar es que a una escalera parecida o igual a la de la foto, jamás.  Las mejores, las de los barcos por el ruído que producen cuando se suben corriendo o cuando a pulso en los pasamanos te deslizas hacia el siguiente puente.
Siendo niño, con otro amiguete, en el interior de la iglesia del Cármen, empujamos una puerta. Comenzamos a subir escaleras, más escaleras entre risas.  Cuando nos dimos verdadera cuenta de los que hacíamos fue cuando llegamos al campanario.  Toqué con suavidad una enorme campana de bronce. Nos asomamos al petril y abajo, la pequeñez de las personas y la gran caída que realizaban los escupitajos.  Sí, hoy aseguro me pesa lo de los escupitajos, entonces no. Mi amigo tira de la cuerda de la campana, con suavidad, la tomo yo  y le doy con fuerza feliz por el sonido enorme que asustaba pero a la vez era muy agradable al final con  el vibrato. Aquella campana continuó tañendo hasta que apareció en todo lo alto Lito el sacristán que tan mal nos caía. Nos miró como siempre nos miraba,  con la rabia, nos señaló la bajada, obedecimos y al llegar a la iglesia el cura don Jesús nos esperaba para echarnos la gran bronca y de vez en cuando levantar el puño, supongo que imitando a Jesus cuando en los cuadros aparece echando a los mercaderes del tempo.  Si el jefe lo puede hacer, el cura también, más, se contuvo y todo quedó en una gran bronca. Tampoco me gustaba aquel cura que más tarde, cuando yo estaba en el instituto, él estaba en la iglesia de Santa Marina. El cementerio de esa iglesia que no recibía difuntos,  tenía al fondo, una pequeña habitación en la que se solía hacer la autopsia. Un día un grupo, hacíamos una autopsia a otra persona tendida en la mesa.  Cosas de chavales pero no para el cura don Jesús que al vernos,  arremangándose el hábito por encima de las rodillas, corrió tras de nosotros  por las huertas pero, era tan gruesa su barriga, era tan irregular el terreno, que al cabo de un rato resoplaba mirando con furia a aquellos chavales que lo único que querían era vivir un poco libres.
Y hablando de aquel cementerio a punto de ser trasladado para el Municipal. El grupo que pisábamos las aulas de vez en cuando, se dedicaba a recoger metales, venderlos y de ese modo, porder ir al cine cada día a dos o tres sesiones.  Pues bien, un día cualquiera,  uno del grupo llegó con un montón de chapas de metal dobladas al medio.  Todas las chapas tenían más o menos el mismo tamaño y todas estaban más o menos brillante. Tomé una no tan cerrada y en ella pude leer: El niño...subió a... el día...  Al final confesó que las dichosas chapas procedían de las cruces del cementerio.  Prometió que las cruces estaban todas amontonadas en un rincón, me lo juró; pero aquellas chapas, que yo sepa, jamás se vendieron en la chatarrería, aunque más de una vez pensé que si no era para nosotros, con anterioridad los que arreglaban el campo santo, llegarían a quedarse con ellas y por eso, las tenían arrinconadas porque, ese lugar, al poco, quedó a campo.  Mira que si las tenía vigiladas el don Jesús para venderlas...
Estaba con otro tema, siempre me pasa que me desvío y es que el melón de vez en cuando se dispara, se desplaza, me aturde y no se por donde iba.
Conozco escaleras exteriores e interiores.  Las primeras por lo regular, suelen estar situadas en las casas de aldea. Nunca he conseguido comprenderlo.  Pudiendo acceder a la casa por el garaje, tienen que subir esas docenas de escalones que por lo regular llegan a la parte alta y van pegados a la pared, por tanto, en días de lluvia o de granizo, al llegar a la puerta de su casa, ya están empapados.  Ya se que todo consiste en acostumbrarse, pero no veo a una abuela trepando.  Como para que se le resbale el bastón y se vaya a tomar viento, por no decir otra cosa.
He subido a lo alto del palo Mayor de un velero unas cuantas veces. Girar en la cofa se hacía algo difícil porque tienes que echar el cuerpo hacia el vacío pero se tomaba como un juego de niños que poco más éramos. Los flechastes -escaleras de cuerda- se clavaban en los pies descalzos. El dolor era insoportable pero, como el calzado estaba prohibido, el subir y bajar te hacía ¿duro?, que decían.  Y uno, hasta se lo creía aunque el paso del tiempo te va amoldando que no se si es uno  mejor o peor del resto que camina por cualquier acera o corredoira.
Hay una forma de subir y bajar que si lo hago solo, hasta me gusta.  Lo malo es cuando sube gente desconocida y me estoy refiriendo al ascensor. En vez de mirar al techo, a los botones, inicio una conversación del todo idiota.  No, no hablo del tiempo que está muy manido.  Hablo de lo mal que se siente la gente en un ascensor cuando nadie se conoce. Entonces la gente charla y en un periquete ya estamos abajo.
El ascensor ha conseguido separar a los vecinos porque apenas se encuentran y por tanto no se ven.  Si sólo hubiese escaleras, alguna vez que otra nos encontraríamos en los descansillos, te ofrecerían una fruta, un pitillo,  una charla y de esa manera da gusto, pero no, hay personas a las que hace meses que no las veo.  Ni tan siquiera sabemos cuando una ambulancia lleva a alguien. Menos mal que en la cafetería lo hablan y a partir de ahí se puede ir a visitarlos.
A Tarzán de vez en cuando también se le rompía la liana.  A la mona, por lo visto no y es lógico, porque pesaba mucho menos.
La escalera es otra cosa. Te puedes pasar con la limpiadora, yo lo hago.  Si deja el cubo dentro del ascensor, se lo dejo en el descansillo de cualquier piso lejos de ella para que se entretenta buscando. Me han dicho que se cabrea, que tiene muchas ganas de saber quien se lo hace pero de momento, nadie se chiva y yo a lo mío. Tampoco pasaría nada y es que nos llevamos bien y sabe que la aprecio.
Un día me contó lo del cubo, que se lo escondían. Puse cara de circunstancias y hasta llegué a decirle que con el trabajo que debe  tener al andar buscando el dichoso recipiente por el cachondeo de algún idiota, que los hay. Entre nosotros, no se mata fregando, lo único que hace es mojar y mojar mientras va bajando escaleras y el chopo siempre bien empapado.  Por eso necesita tantos cubos.
Pienso en la escalera que nos ocupa que bien puede ser una mala imitación de una de las que usan los bomberos.  En nada se parecen y además las de los bomberos en todo lo alto, están abiertas. Esta no.
Pudiera ser que pudiera que alguien o varios, se empeñasen en elevar escalones al cielo del mismo modo que lo hizo Nimrod cuando inició la torre de Babel y poco más tarde que no se entendían al hablar.  Donde se encuentra la de la foto, unos hablan gallego, otros castellano, todos se entienden.
Un día vi iniciar una casa por el tejado. Es cierto que tenía columnas que lo sostenían, nada más, sin pared alguna. Quien nos puede asegurar que el gachó o gachos de la escalera no intenten levantar su casa comenzando por ella y a continuación la casa empezándola por donde sea que hay mucho artista.  Luego, como una de Santa Marina que una vez completamente  terminada, se vieno abajo; pero mientras la construyen aseguro que son unos grandes artistas.  Como de vez en cuando paso por el lugar, le haré un seguimiento y sea lo que sea, dejaré constancia si llego a una conclusión.
Si alguien lo entiende, por favor me lo diga. Una escalera enorme que finaliza en una puerta en todo lo alto. ¿Y si simula la salida de un avión y desde ahí se tiran en paracaídas?, ¿y si es la altura justa para lanzar un pulpo gallego y quede mazado de una vez?.
¿Y si es un púlpito de iglesia?, para otro don Jesús que en el mundo hay personas casi iguales. Otro don Jesús con tan mala leche que corriese a los jóvenes por la orilla del mar, con el hábito arremangado, bufando tras un grupo de jóvenes que sólo quieren divertirse.
¡Ah!, también hay escaleras de alpinistas, de pasteleros, de comerciante, de ama de casa, de amo de casa para no desentonar, de chimeneas, de depósitos, de autobús, de campo de futbol, de polideportivo, de plaza de toros, de tren...
Me quedo con las del circo y el cine que tanto bien me hicieron.

domingo, 12 de febrero de 2012

MARGARITA SE LLAMA MI AMOR...






Margarita, de edad indefinida, sueña a diario que camina a pasos cortos por la calle Real. Empuja una silla-góndola que en su interior, arropado, muy arropado, suspira y sueña un muñeco de cartón.  Margarita al pasar ante los escaparates y verse reflejada, se retoca la ropa, introduce los dedos en el pelo pajizo para ondearlo, darle volúmen  y es que mojado tal como lo lleva, se le aplasta en la cabeza, en la frente e incluso le chorrea a la altura de las orejas. A Marga tal como gusta que le llamen, le murió la madre por culpa de la explosión de una bomba que lanzó un avión, cuando la mujer corría hacia el refugio.  A la niña no le pasó nada y allí quedó llorando al lado de la madre sin que la gente que pasaba, le prestase la más mínima atención.  Los llantos de la niña penetraron con fuerza en los oídos de un vagabundo que apenado la llevó a su casa, mojó un trapo en leche del que la niña mamaba y de ese modo consiguió que, calmara el llanto y fuese poco a poco creciendo.
Pensó entregar la niña en el ayuntamiento pero, había tal follón en su interior, tantas prisas en entregar y recibir documentos que el vagabundo pensó y pensó bien, que si la dejaba allí, la perdería de nuevo. En los juzgados a donde se dirigió, otro tanto.  El ir y venir de la gente era constante en medio de tropezones; el olor a sudor mareaba, la gente caminaba con legajos bajo el brazo, es como si el fin del mundo estuviese próximo y todos quisieran borrar sus antecedentes. Un hombre menudo, gafas con cristales muy gruesos que una nariz afilada sostenía a duras penas, dio al vagabundo un impreso al que previamente había puesto un sello a tinta color violeta tal como se llevaba entonces, al tiempo que le decía: -Rellénelo, que sea legible y quédeselo-. Entonces supo, que aquel hombre menudo y desgarbado, le había regalado la niña, le había hecho padre.
A partir de ese momento el mendigo, una buena persona que había sido herido de consideración en la guerra de Alhucemas, curado en un hospital de Málaga, prometió que velaría por la niña, que nunca le faltaría nada de nada y si algún día conseguía mucho dinero, ella sería su heredera. Esto último, jamás llegaría. En casa del pobre, trabajo y miseria que así lo quiere el Señor.
Como no pudo arreglar la pensión por sus heridas de guerra, marchó a Madrid con intención de aprender el oficio de carterista, más debido al grosor de sus dedos que daban el cante,  no le quedó más remedio que dejarlo y dedicarse a implorar la bondad de los paseantes en busca de alguna limosna.  Alguno, sobre todo los que iban trajeados, le dejaban una perra chica por lo que al cabo del día podía conseguir unas cuatro después de penar y sentir como el frío el entraba por todos los agujeros de la chaqueta.  Con más hambre que el caballero de la novela "El lazarillo de Tormes", no le quedó más remedio que dejar a la niña, a su hija, en la Casa Cuna allá por la Puente de Toledo y allí, poco a poco se fue haciendo mujer en un rincón de la gran sala, sin oficio ni beneficio mirando continuamente una estampa que colgaba de la pared en la  que un barco, navegaba a todo trapo haciendo millas y millas de papel. Cuantas y cuantas navegaciones hizo la niña en aquel velero.
Con catorce años le abren el gran portón, una monja le señala donde queda el centro de la ciudad al tiempo que le da un pequeño empujón en la espalda. El llanto y la niña comienzan a caminar mientras sostiene en la mano derecha el papel que le entregó su padre pero que no lo sabe leer. En la calle Mayor, una dama después de preguntarle por sus circunstancias le dice con suavidad, si quiere servir en su casa a jornada completa, la niña afirma y al poco ambas suben escaleras y escaleras porque es un sexto sin ascensor.
El hambre se pasea del brazo del horror por toda la ciudad.  Los espabilados viven del estraperlo, los chulos de su oficio, los guardias de sus multas, los curas de sus misas y entierros, los políticos de si mismos y el resto las pasa mal muy mal.
Margarita trabaja en casa de un empleado del ayuntamiento venido a menos.  Hace un tiempo, tras el quinto hijo, la mujer quedó muy delicada para todo, menos para darle al pico y comer continuamente. Además en la casa, apenas entran unas monedas cada mes aunque la dama va al mercado día tras día y ahora con más razón porque, mientras ella habla con el tendero, la niña le va afanando algunos artículos que llegados a casa, todos celebran y más el funcionario de extrema delgadez.
Frente la casa en que vive Margarita, un colmado que no fía a esa familia.  En él, trabaja un joven que poco a poco con miradas, con gestos elegantes debidamente estudiados, con suspiros, se va haciendo amigo de la niña y tanto la ama, que sin que se entere su jefe, le va pasando un trozo de queso, unos chorizos, habichuelas, garbanzos y de vez en cuando un poco de jamón que nunca a llega a casa del funcionario. Un día el joven dice a Margarita:- Si me enseñas una teta te traigo una tableta de membrillo-. Ella dice que si y es que el hambre es mal consejero. De ese modo, aumentando poco a poco el género, sucede lo que tenía que suceder y ella incauta, esperando día tras día a que el supuesto amante, le traiga el tan prometido queso de bola.
El funcionario, la esposa y Margarita encantados por tanta comida.  El chaval de la tienda, ya ni te digo.
El paso del tiempo entristece a la niña, lo que le sucede no es vida y es que careciendo de luces, de vez en cuando alguna se le iluminaba y trabajar para los vagos, como que no y además el chaval del colmado, quería emplearla en una casa de citas.  Intentaría encontrar a su padre. Pide ayuda al funcionario y al cabo de un tiempo conocen que el padre putativo de Margarita, trabaja en los Arsenales de El Ferrol del Caudillo.
Con el billete del tren correo asido con fuerza y tras veinticuatro horas de vaivenes, de paradas interminables, de ver como él tren tenía que esperar en vías muertas que otros más veloces pasaran, llega a la Estación de El Ferrol y allí su padre que el funcionario había tenido la delicadeza de avisar y no era para menos tras el hambre que les quitó la jovencita.En el andén nervioso, con la seriedad que requiere el momento, la espera. Desde la puerta del vagón mira a su progenitor,  al poco, se abrazán y ambos lloran. No transcurre mucho tiempo, cuando cruzan Sánchez de Aguilera y caminan hacia el Crucero de Canido en donde el hombre vive en una pequeña chabola que con paciencia ha construído con pequeñas tablas, bidones de aceite aplastados y unos clavos que ha conseguido sacar del Arsenal metidos en el interior de las botas, debido a los cacheos en las puertas.
Pronto llegará la tan celebrada festividad de Reyes.  Días antes el padre  le había preguntado que le gustaría que le regalase y ella había respondido que una muñeca y una silla. La niña que no es tan niña, ya tiene veinte años no le cuadra una muñeca, piensa su padre. Ella insiste.  El hombre se da cuenta que ese día, es el más feliz para los niños, para todas las personas y Margarita, también se lo merece, tantas que ha pasado en la vida.
Al otro día, en una esquina de la chabola, una silla-góndola.  La niña-mujer la mira, la rodea, toca suavemente con las llemas de los dedos la tela, se agacha y acaricia las ruedas; del interior del cochecito separa unas sábanas bordadas y allí aparece brillante, toma la gran muñeca de cartón entre sus brazos, la mueve suave para no lastimarla, le cuenta los dedos de las manos, le cuenta los dedos de los pies, mira si las orejas son iguales, le mira el color de los ojos, suavemente pasa los dedos por la nariz, la acerca y le da un beso en la boca. Su padre al otro lado la contempla, jamás la ha visto tan feliz. La niña se arregla como si fuese domingo, baja la calle de san Diego, a la altura de Capitanía gira hacia la calle Real y por ella pasea como una dama.
De vez en cuando se para, se ondula el cabello tomando como espejos los escaparates de las tiendas, tropieza con un grupo de marineros que charlan animados.  Uno de ellos clava los ojos en los de la muchacha. Sin pedir permiso se coloca a su lado y al poco caminan juntos. El muchacho no habla mucho y ella, de vez en cuando, suelta el inicio de una risa del todo boba quizás debido al nerviosismo.  Han llegado al parque municipal y por él pasean, se miran, el le toca una mano, ella le sonríe. No muy tarde se despiden, él con un saludo militar, ella con un ¡ay! profundo que le sale del alma.
Margarita y Juan el marinero se siguen viendo día a día. Caminan en silencio, de vez en cuando sus miradas chocan, él se pone colorado, ella suelta un ¡ay! profundo que le sale del alma.  Suelen volver sobre sus pasos al llegar al Correo Gallego pero hoy, continúan por san Francisco, el Puerto, rodean Copacabana.  Ella llega muy tarde a casa, su padre le riñe. Él llega tarde al barco, le castigan por lo que, durante quince días, estará sin salir a la calle.  En la distancia ambos suspiran y es el padre, que trabaja en el Arsenal, quien hace de recadero de la pareja.
El tiempo todo lo pone en su lugar.  Al joven lo pone en Huesca licenciado y la pobre Margarita en un rincón aguantando su embarazo.
Hoy, presumida, camina por la calle Real.  Al llegar a la altura de los escaparates se coloca bien el pelo, lo ondula. Se ve guapa, se siente muy guapa con ese rubor en las mejillas y se quiere.  Margarita empuja una silla-góndola suavemente como para no lastimarla. De su interior, de vez en cuando, se escucha el llanto de un recién y es entonces cuando la madre mueve la silla arriba, abajo  a compás. Al poco, silencio. Mira al frente, camina.  En el reloj de la puerta del Dique suenan las seis de la tarde.
A veces, muchas veces, la vida reparte alegrías entre los humildes.

A todas las Margaritas que en el mundo han sido.

BOFETADAS