sábado, 17 de abril de 2010

LARGA ESPERA













El puerto ferrolano, tiene hoy la luz de los domingos primaverales. Huele a mar, que es el perfume al que las sirenas añaden una mezcla de distintas algas que crecen en las islas Cíes, para echar a su larga melena.
Como siempre, cerca de donde estuvo la antigua fábrica de hielo para buques, mi amigo Juan, perdida la mirada en el horizonte, espera la llegada de su hijo que se ahogó hace unos veinte años, mientras pescaba en las inmediaciones de La Marola. Juan es uno de los hombres más bondadosos que he conocido; de edad indefinida, sólo se afeita una vez a la semana, una gorra azul claro de almirante cubriendo su larga cabellera y en la comisura de los labios, una colilla de tabaco negro, permanentemente apagada.
Hace un tiempo lo encontré golpeando su antiguo reloj Casio, contra la palma de la mano, esperando de esa manera se pusiera en movimiento. Me miró como doliéndose porque aquella máquina que poco a poco le fue señalando su tiempo, ahora se había detenido. Le dije que todo lo que anda, más temprano o más tarde debe parar, como la vida. No me sentí a gusto, me dio pena ver su rostro y sin pensarlo, mi reloj pasó a sus manos. Lo miró y remiró durante un buen rato en silencio, finalmente dijo: -Es muy bonito, lo llevaré a la boda de mi sobrina-. No se lo que posteriormente sucedió en esa boda, pero me lo imagino con el brazo izquierdo arremangado o mirando continuamente la hora, lo que hacíamos cuando siendo niños, alguien también, nos regalaba nuestro primer reloj.
En cierta ocasión lluviosa a más no poder, encontrándonos en un bar del puerto, me contó su último sueño. Soñó que iba por una calle empedrada muy brillante a causa del "calabobos" que en silencio iba cayendo, agua pausada, mansa. Que se cruzaba con gente que lo saludaban tristes e incluso algunos se llevaban las manos a la cabeza de donde retiraban sus gorras o sus sombreros al tiempo que se inclinaban levemente hacia él. Se creyó muy importante, se sintió poderoso, agradeció tanta deferencia; lo que no sabía es que iba muerto camino del cementerio.
Sudaba al contarlo, le dije, que los muertos no se reconocen como tal, que no se enteran de que lo son, desde que la sirena de Bazán y el cañonazo de Marina dejaron de sonar, ya que les iban marcando las horas del día y, de ese modo conocían, cuando tenían que regresar a su agujero.
Hace mucho tiempo, en el cementerio que había en Canido, un sepulturero, el tío Jesús, tocaba una campanilla mientras caminaba por todos los senderos del campo santo; era una forma de que los difuntos conociesen, ya que no podía ser la hora, al menos el día del mes en que se encontraban. Cuando cerraron el cementerio para edificar un instituto, el cura encargado cubrió los documentos necesarios a fin de que el tío Jesús, pasase a la situación de jubilado porque, le sería del todo imposible ir tocando la campanilla en el cementerio de Catabois a donde trasladaron los difuntos, dado que dicha plaza estaba ya ocupada por un oficial de carrera.
Juan tuvo un bote muy bello, rojo por los costados, negra la quilla, de nombre "Coitadiña" y su interior amarillo por si tenía que divisarlo un helicóptero. Sigue creyendo que continuna navegando. Un día, su amigo Lorente que se había pasado un poco con el rioja, le gritó que el bote y su hijo estaban en el fondo del mar. Puedo asegurar que en mi vida, he escuchado un grito de dolor tan profundo como el que salió del cuerpo de Juan. Nos asustamos y le dejamos caminar en soledad hasta que, sin previo aviso o intención, se arrojó al mar. Como un pelele iba en su caída. Se dejó sacar al muelle, se dejó acompañar a casa por su amigo Lorente y durante unos dos meses no le vimos por el puerto.
Un domingo, con un olor profundo a sal de la marea, a cuerpo de sirenas y algas que mezclan en las inmediaciones de las islas Cíes, para echarse al pelo, apareció en la distancia lento, ausente, perdido buscando su lugar cerca de donde en su día estuvo la fábrica de hielo.
Tengo la certeza -me dijo -, que desde mi casa he visto como mi hijo y su bote, están a milla y media, proa al puerto.
DEDICADO a todos los ahogados que navegando entre dos aguas, contemplan el baile místico de las sirenas, porque en el fondo, alguna suerte habrían de tener.

BOFETADAS