jueves, 4 de agosto de 2011

VIVENCIAS UNO.






Bajaba todos los días la calle de los Muertos para ir al colegio. En esa calle, inmediaciones del horno de Vara, siempre  mujeres limpiando cristales y maineles con trapos hechos con los restos de las viejas mantas del Ejército vencedor, que repartían, las agrias, prepotentes y condecoradas damas de la caridad  y del Auxilio Social. ¿Por qué siempre aquellos rostros de mala leche, esqueléticos u orondos de aquellas mujeres?.
- Se arreglan colchooooooneeees - gritaba aquel muchacho rubio, colilla pegada al labio, que me parecía enfermo de sífilis.  Caminaba con un extraño aparato y en cualquier rincón de la calle, destripaba el contenido de los colchones de lana, que pasaban por la máquina llena de dientes, terrible invento; para a continuación, terminada la faena volver a coser y recoser aquel jergón, teniendo cuidado de dejarle los "bollos" equidistantes y del mismo tamaño.  Clientela no tenía mucha, o la gente se reservaba o en muchas casas se usaban como colchón,  las hojas de las mazorcas, la paja cortada en trozos pequeños o vaya usted a saber, que en definitiva, una vez se coge el sueño vale cualquier artilugio para echarse y en aquellos tiempos, las personas, llegaban muy cansadas después de trabajar como casi animales toda la jornada.  Esperaban a los hombres impacientes, mujeres que caminaban por lo regular embarazadas, vestidas ellas de un color negro o parecido.  Era el luto que se llevaba por la muerte de un familiar allegado.  Ello me hacía temblar pensando que si por ejemplo moría mi madre, tendría que estar por lo menos dos años sin ir al cine y cuando estaba a punto de poder ir, se muriera mi padre, empalmaría otros dos años, lo que para mi significaba un desastre en todos los sentidos.
Que lejano me queda aquel caballo que tiraba de un carro.  Fuerte pero siempre pausado.  El carro completamente lleno de sifones, gaseosas, refrescos de los "15 hermanos".  Siempre lo esperábamos en la Puerta de Canido y es que en puntualidad nadie le ganaba y, mientras un grupo corría tras una pelota delante del caballo para entretener al del estribo, otros le cogían, le cogíamos alguna que otra gaseosa.  Nunca me gustó la gaseosa y es que al darle un buen buche, toda ella subía por la garganta y salía por la nariz en medio de grandes picores y molestias.  No nos gustaban las gaseosas digo, pero si la bola de cristal que traían en su interior como retén para la salida del líquido.  Esa botella dejó pronto de fabricarse pero la encontre muchos años después, en un cabaret de Lisboa.
En el olvido queda la banda del Tercio del Norte que todos los días, hiciese sol o lloviese, desfilaba hacia Capitanía General a tomar parte en el izado o arriado de la bandera.  A su alrededor muchos mirones y curiosos que dejaban lo que estaban haciendo y al toque de corneta, todos, militares y paisanos firme tomando parte en aquel acto solemne, esperando que la limpia y bien planchada bandera, tomase su posición final.  En el campo del cuartel de Sanchez de Aguilera, cercano a la estación de ferrocarril,  jugabamos a diario al futbol ya que quedaba cerca del Instituto. Cuando bajaban la bandera, el juego se detenía, la pelota dejaba de rodar y todos en silencio, la acompañábamos serios en su recorrido.  Así eran los ortos y ocasos cercanos a cualquiera de los cuarteles que en Ferrol había el simple toque de la corneta o el sonido de los instrumento de plata y oro de cualquier Cuerpo, detenía nuestros juegos. Tampoco nos importaba.
Los domingos, el Puerto tenía mucha vida.  Las lanchas con destino a Perlío, Mugardos, los Castillos, La Graña o la Cabana, se cruzaban continuamente en medio de la Ría llevando todo tipo de personas con destino a sus hogares y si era en verano a los festejos que se sucedían frente a Ferrol, en la "otra banda" de la ría tal como le decíamos. Durante la semana se llenaban con los trabajadores de la factoría enfundados en unos buzos descoloridos,  cosidos y recosidos.  Sobre el pecho derecho, escrito con hilo granate se podía leer "Bazán".
Esa gente, a partir del sábado a mediodía se transformaba, se volvían ruidosos, era día de cobro y no tardaban mucho en llenarse todos los bares de las inmediaciones. Otros no iban y es que siempre, alguna que otra mujer esperaba al esposo a la salida; era un simple control y una gran tranquilidad para la mujer.  Lo que me dolía de verdad, es como a la vista de todos los que pasaban, eran cacheados sin compasión.  Se notaba en ellos el cabreo pero..., el patrono siempre mandaba.  Y sigue mandando, por mucho que digan.  El resto de la semana caminaban siempre tristes,  encorvados, no se conocían, pienso que unicamente tenían algún trato con los de su taller de tanto fichar a la misma hora.
El suelo de la Factoría tenía el color del óxido, el polvo se había apelmazado de tal manera, que ni la lluvia era capaz de deshacerlo, continuaba compacto y salpicados, charcos de color irisado porque alguna camioneta ya vieja, iba perdiendo el carburante.
En todos los muelles barcos de guerra y botes de servicio.  Escrito a la entrada del Astillero se podía leer "Bazán, al servicio de la Armada".  Hoy lo han quitado.  Nunca me gustó aquella consigna bajo la cual caminaban las personas como si estuviesen obligadas a pasar por la piedra. Unos barcos esperaban órdenes para hacerse a la mar, otros, en reparación. Era ensordecedor el ta-ta-ta-ta- de las remachadoras en el hierro continuo y permanente.  A las doce del mediodía, en la Punta del Martillo una salva de cañón se hacía oír y en ese preciso instante, la sirena de la Factoría comenzaba en los días de lluvia, su terrible lamento, lamento continúo que el viento racheado, lo hacía modificar a su manera.  Con sol, variaba el sonido. Pero en el triste y largo invierno, se sumaba a las calamidades de los que allí, vestidos de buzo descolorido trabajaban de sol a sol, excepto esa hora y pico en que, sentados en cualquier bordillo de la Alameda Suances, tragaban mejor que comían lo poco que las esposas y madres desde lejos algunas, les acercaban.  Había mucha tristeza en aquellos rostros.
Los bares de la calle del Sol, algunos de la calle María, Magdalena e Iglesia se llenaban al atardecer. El cantar se autorizaba que en Ferrol hubo y hay muy buenas voces.  Los niños en silencio al lado de la puerta de acceso, escuchábamos e imitábamos. A diario el paso de un soldado que fusil a la bandolera cruzaba el centro de la Ciudad para regresar poco más tarde con un sobre que sujetaba con fuerza contra la correa del arma. Alguien me dijo una vez que era el Santo y Seña del día. Siempre pasaba un soldado.
En la Plaza de España se instalaban las inmensas lonas de los circos. Le dábamos vueltas y más vueltas buscando un lugar para poder "colarnos" sin pagar, lo que, era muy difícil de tan bien que estaba cosido; pero una vez dentro, nos transformábamos, era otro mundo, todo aquello era fantástico.  Con la boca abierta seguíamos las peripecias de los trapecistas, de Pinito del Oro que conocí en Las Palmas. Nos reíamos con ganas con aquellos payasos, tuve amistad con los Tonetti y sin pensar, me viene a la memoria un fakir que trabajaba en el Cantón de Molins, cercano al palco de música. - "Que por cinco duros me como la bombilla"- decía mientras iba pasando la gorra.  Cada poco contaba el contenido de las monedas que le habían echado y cuando llegaba a las veinticinco pesetas, echaba la espalda sobre un pequeño tablero lleno de puntas, tantas, que era imposible se hiciese sangre.  Luego mordía un trocito de lo que fue una bombilla que no tardaba en escupir.  Se decía que las cogía de las que encintadas adornaban los árboles del Cantón en las fiestas de la Ciudad.
Algunas veces contaba el dinero, sin más lo guardaba y volvía a pedir de nuevo con el consiguiente cabreo del personal que le hacíamos corro.  He perdido muchas horas delante de aquel fakir esperando hiciese sus tonterías, pero, era lo que había.
En el mercado, muchos charlatanes vendiendo sus mantas, sus versos, cantadores de sucesos :-"En la villa del Porriño, camino de Coitelada, habetaba un matremonio, modelo de fe crestiana.  Y a él le llaman don José y a su esposa doña Iana y se foron al Brasil y janaron mucha plata..."- sigue.  Un día, uno me atrapó, me sentó en una silla, la gente me rodeaba cercana. Una toalla demasiado sucia la empapó en unos polvos.  Me ordenó abrir la boca y comenzó a restregarme los dientes con saña. Entonces no fumaba.  Quien me sacó del apuro fue mi madre extrañada por verme de tal guisa.
Y al anochecer en la Plaza de Armas, jornadas de ópera.  Recuerdo vagamente la de Aída, con romanos en lo alto del Ayuntamiento.  Decían que eran soldados del Ejército que se habían prestado para aquello. Los focos de diferentes colores se paseaban por la fachada.  Me gustaba aquello pero era muy pequeño, no comprendía nada.  Ni lo comprendí más tarde en el teatro Jofre.
Y en el Ayuntamiento, un día,  la figura del Caudillo que para eso Ferrol era suyo.  Y la gente le victoreaba.  Todos levantaban el brazo.  No cabía un alfiler y es que la jornada la habían dado festiva, como festiva dieron aquella en que niños como éramos, una banderita de papel en la mano, nos enviaron a la calle para apoyar Hungría sin tener la menor idea de donde se encontraba aquel país. País...
Y la lluvia, siempre la lluvia fina, sobre todo la menuda que no mojaba mientras jugábamos al futbol pero que al finalizar nos hacía la puñeta, inventando situaciones a la hora de llegar a casa.
Y los pequeños puestos de oloroso tabaco rubio y pan de higo sin olvidarme de los tebeos, de Boixcar, autor de aquellos fabulosos dibujos que copiaba íntegros de Hazañas Bélicas, dejando un lugar espacioso en mi pequeño cerebro, para aquella fantástica Colección Austral que había descubierto, que tanto me entretuvo y  enseñó.
Es que acabábamos de salir de una terrible guerra.

A todos aquellos que lo hemos vivido y que no nos importaría repetirlo.

BOFETADAS