martes, 20 de enero de 2009

SIGUE SIENDO SUPERIOR A MI






La noche anterior, apenas pude pegar ojo. Noche de fantasmas, de puñales brillantes, muy brillantes y alargados y de entre todos ellos, una aguja acerada, único diente de Drácula que hoy temprano se apropió de mi sangre.
En el hospital no hablo, me cuesta poder sostenerme en pie, el corazón muy acelerado esperando que citen el número cuarenta y dos que es el que yo tengo y aún van en el diecisiete. Pude haber llegado antes, pero mi mente estuvo ocupada entre el voy y el no voy. En el habitáculo de extracciones, un niño al que le deben estar clavando puñales grita, grita mucho a pesar de que alguien se empeña en decirle que "no duele".
Hace años, muchos años, las amigdalas tuvieron la culpa. No duele, de verdad, no duele me decían y fui. Me llevaron a un edificio cerca del mercado de Ferrol acompañando a mi hermano pequeño, que él si lo necesitaba pero yo, maldita sea, iba como de reclamo para que viese que no dolía. En la vida, jamás en la vida he tenido un dolor tan grande. Lo sigo recordando como si fueran ayer. ¡Horrible!. Ese fue mi bautismo y a partir de ahí, todo el miedo del mundo a la visión de una herramienta acerada en un hospital.
Hace bastantes años, al poco de poner el brazo sobre la mesita, nada más ver la aguja, mi cabeza comenzaba a marearse ; caía sin sentido lo que supongo, sería alegría para la monja a fin de terminar su trabajo. Al volver en mi, el contento me embargaba, comenzando a caminar con la cabeza muy alta y la mirada puesta en todos aquellos que arrimados a la pared, esperaban lo mismo.
En cierta ocasión acompañe a mi mujer, ya que tenía que hacerse unos análisis. Por el camino le hablé de agujas gruesas que rompían las venas, que había que clavar muchas veces para acertar, y yo que se; disfruté un buen rato. Sale ella de la clínica, tranquila, sonriente, un hombre de bata blanca la acompaña; mi mujer me señala, el hombre que se acerca y me dice que yo también tengo que hacer ese análisis, yo que le digo que no puedo, que he desayunado muy fuerte -mentira un café y listo- y allí, como ganado que va al sacrificio me desmayo sobre una mesas, tubos que caen al suelo y mi mujer que tiene que repetir, volver a subir la manga del jersey ante mi mirada perdida.
Encontrándome en Cartagena, recibí un telegrama en el que constaba el tipo de extracción de sangre que tenían que hacerme, por algo del Rh y otros que no recuerdo, ni que pretendí recordar ocupando espacio en lo que tengo por cerebro.
Llegue al hospital -lo recuerdo-, muy mal iba, sin vida o sin ganas de vivir. Llegó mi turno entregue el papel; el de la bata blanca estuvo un buen rato fuera, sin verlo, aguantaba a duras penas el poder continuar sentado, regresó con su fiel aguja, que la vi, alargué el brazo. sentí como la aguja penetraba, al poco salía, volvía a penetrar -estarán llenando varios frascos pensaba yo-; salía, entraba y así unas doce veces. Yo en medio del horror intentaba tranquilizarle para que acertara de una santa vez. El hombre de la bata se marcha, al rato viene acompañado por otro mayor que me mira, me pregunta si tengo miedo, ¡pánico!, le contesto y este hombre, dirigiéndose al primero le dice :- Aunque claves la vena, tal como dices, la sangre de tanto miedo se le coagula y no sale- . Sé que desperté sobre una camilla verde, con cara de idiota, viendo como ante mi, un niño de unos siete años, solito, con el brazo extendido, como si nada, dejándose clavar una de esas puñeteras agujas. Lo prometo, sentí vergüenza, mucha vergüenza.
Cuando al fin en la tablilla aparece el cuarenta y dos, entro decidido. El rostro bondadoso de una joven monja me recibe, me siento en la silla, le digo lo de con una aguja finita y abro la mano cuando me lo digas...Ella afirma.
Al poco, sin enterarme nada de nada, dice que ya está, ¡qué ya está! y mi rostro muy pálido, de repente vuelve a la vida, ¡ya está!. Qué maravilla.
Hablamos porque mi cerebro ha vuelto a la vida. No le doy un beso porque va de uniforme y no quiero meter la pata.
Me dice, que un policía, grande como una casa, de los que andan por la calle día y noche también le pide una aguja muy finita, sucede a algunos militares... Me arrimo a su oído y en voz baja le digo que también lo fui, me mira dulcemente y dice - ¡Claro!, no podía ser de otra manera....
Nos hemos despedido, camino hacia casa como si tras de mi fuera una charanga acompañándome en medio de un camino sembrado de flores, flores que hoy aunque sea de un modo virtual, le envío a mi ángel del laboratorio.
A una joven monja, que comprendió lo que para mi supone una inyección.

BOFETADAS