jueves, 5 de febrero de 2009

EL TREN QUE PASÓ VELOZ






Román contaba con siete años de edad, hijo de un factor de ferrocarriles, vivía en una casita, propiedad de la empresa, cercana a la estación del tren.
Román era como todo los niños o casi todos los niños, inquieto y un tanto travieso, pasando la mayor parte del día jugando entre traviesas amontonadas, inventándose historias de bandoleros y guardia civiles, escuchadas con anterioridad en casa, cuando la familia se reunía cercana a la lumbre.
Solía ir al bar de la estación, a recoger chapas de cervezas, fantas, cocacolas y más, que abundaban en el suelo del local, cercanas al mostrador. Todos o casi todos, lo hicimos alguna vez, para colocarlas en las vías al paso del tranvía o del tren, lo mismo hacía Román día a día, ya que lo veía como una forma de entretenimiento. Un día, el reflejo del raíl de enfrente, lo deslumbró ya que tenía el borde muy gastado de forma diferente a los demás lugares que había recorrido. Cruzó los raíles para colocar las chapas en el otro lado, pasó veloz el tren, las chapas comenzaron a saltar y el aplastamiento, al final, era diferente, más brillante, más hermoso. Román no dejaba de mirar continuamente su tesoro.
Es cierto que los juegos son eso, juegos nada más, si se hacen con sentido, lo malo es cuando arriesgas y pasas la raya y más si continuamente se repite y, desafiar a un monstruo que circula a gran velocidad, no puede tener buenas consecuencias, tanto es así, que llegó el maldito día en que al cruzar la vía, su pequeño pie quedó prisionero entre la traviesa y el raíl. Román no llegó a enterarse de la cuchillada. Cuando vio la locomotora sobre él, el sentido lo abandonó y allí quedó tirado con los pantalones completamente mojados.
Román, al que han cortado la pierna a la altura del muslo, se apoya en unos palos cruzados, mal clavados, que un familiar le hizo con toda la buena voluntad pero con un pésimo oficio, por lo que, cada vez que el niño carga sobre su lado izquierdo, ve todas las estrellas, más otras que sólo se pueden ver con la ayuda de un telescopio. Román a cada paso que intenta dar, ve el firmamento entero.
Un día, sentado ante el televisor, observa algo maravilloso, y es que a un muchacho japonés, que no tiene piernas, que corre como un gamo valiéndose de unas ballestas que a modo de tibias le han colocado.
Al momento ya estaba en el taller mecánico del Emiliano, contándole aquella maravilla que empleaba el japonés para correr. ¡Qué cosa tan sencilla, cómo no había caído antes en ello!. Todo consiste en ir a un desgüace, tomar una ballesta de una camioneta antigua, cortarla a su medida y comenzar a correr como el japonés. El bueno del mecánico le cortó la ballesta a su medida, con otros trebejos añadidos se la unieron al muslo, pero aquello no funcionaba. Pisaba con el zapato y bien, luego con la ballesta que le hacía rebotar motivando que el muchacho cayese al suelo. Lo probaron todo, incluso la ballesta de un Balilla del año 30, un tanto oxidada que Román dejó pulida y resplandeciente. Para caminar, primero apoyó el zapato, luego la ballesta que comenzó a doblarse en principio para a continuación regresar a su posición primitiva, impulsando al mismo tiempo al muchacho hacia delante que sin control, saltaba un buen trecho, cayendo al suelo a continuación sobre un lugar no elegido.
La conclusión a la que llegaron en el bar los entendidos de la zona, fue la de colocarle una pierna de madera de olivo, ligera, fuerte, constante como dijo don Anselmo el maestro y duradera, apostilló enérgico. Así se hizo, más con el paso del tiempo, en la primavera, la pierna comenzó a echar brotes, luego ramas que el niño para su vergüenza iba podando, no así la parte que se correspondía con el gemelo a la que no llegaba. Las ramas fueron creciendo,brotaron elegantes otras más, aparecieron lustrosas unas pequeñas aceitunas que los niños, siempre los puñeteros niños, le arrancaban aún verdes. Facundo el carpintero, con un buen cepillado y una pasta contra raíces, lo dejó como nuevo.
Hoy un organismo que no recuerdo, le han entregado en un acto monumental y simbólico; después de muchos años de petición, de enchufes, y de dádivas, un par de muletas metálicas, que cuida con esmero. Altas instancias de la comunidad, le ha conseguido trabajo en un parador, a más de veinte quilómetros de distancia de la vía del tren -tiene dos hijos pequeños- y pasa el día, haciendo cestas de mimbre para los turistas con los que charla en inglés macarrónico que poco a poco a conseguido aprender. Los marinos le llaman inglés de noray; pero bueno, él se defiende. Que le entiendan ya es más difícil.
La vida enseña, que a un niño solitario, le llegan como amigos, los máximos dolores existentes.
Y me da, que las últimas chapas, no tenían la consistencia de las que el tren machacaba en el primer raíl, cercano a él; porque llegué a verlas.
Cuando me fuí haciendo mayor, no muy mayor, comencé a colocar en los raíles del tren, monedas, soldados de plomo que fallecían al momento, en acto de servicio y que enterrábamos con todos los honores, bajo las ramas de un viejo melocotonero.
Los raíles y el tren que tanto me gusta.

BOFETADAS