martes, 6 de julio de 2010

CORRE, CORRE, CORRE...












En el parque de la Media Luna, el grupo de niñas ha dejado de cantar a la rueda rueda, de pan y canela y ahora, comienzan con el tan repetido de atardeceres en que el vino vence a los poderosos; uno de enero, dos de febrero, tres de marzo... siete de julio san Fermín, que para eso es su patrono.
El viajero desciende del tren que lo condujo a Pamplona. A la espalda una pequeña mochila en la que guarda unas zapatillas cómodas  apenas usadas, una camisa, un pantalón blanco y un bocadillo que a escondidas le introdujo la madre entre la ropa. Siente un olor a limpio mientras camina, a hierba que han segado hace muy poco en unos jardines, huele a fiesta internacional, grandiosa y a la vez terrible para aquel, para aquellos que tengan la mala suerte de que un cenizo veleto, le clave uno de sus dos afilados puñales o los dos que también puede suceder. Huele a vino ácido a medida que se va acercando a la plaza del Ayuntamiento. Es temprano en esta mañana luminosa, pero según los que han dormido al sereno, algo fresca. Hasta dentro de un par de horas, los mozos no acudirán en masa a la pequeña capilla del Santo, a pedirle que los bendiga. Grupos de muchachas y muchachos caminan cantando; algunos semidormidos se dejan conducir. La gente mayor participa y anima las calles, también hay grupos de músicos que hacen sonar sus instrumentos y siguiéndoles, como si fuesen flautistas de Hamelín, mozas y mozos bailan al son de Paquito el chocolatero. Será lo que también se escuche en la plaza de toros como si fuese el himno de estas fechas.
El viajero se adentra en un café y una vez acomodado ante una pequeña mesa de mármol, que al parecer usaba Hemingway para escribir "Fiesta" -en todas las mesas de los bares pamplonicos, parece ser que se sentaba el escritor a trabajar-, pide un café al tiempo que pregunta al cansino camarero en donde puede comprar un pañuelo rojo. El camarero asiente, se aleja y cuando regresa con un café humeante, también lo hace con un pañuelo que regala al viajero y quien, sin pensarlo se dirige a los servicios, apareciendo al poco vestido de un blanco deslumbrante, pañuelo rojo al cuello y zapatillas cómodas, apenas estrenadas bien atados sus cordones. Ya es uno más, comienza a vivir la fiesta, no se diferencia del resto, pero los nervios le pueden vestido de esa guisa.
Se mezcla con los mozos y también canta lo de a san Fermín pedimos, por ser nuestro patrón, nos guíe en el encierro y nos de su bendición. Finalizada la oración que también ha repetido por tres veces, expulsa el aire con fuerza, los nervios le pueden. Baja con el resto la cuesta de santo Domingo. Allá al fondo, los toriles.
Se huele el miedo. Por cada centímetro de la calle ronda la muerte que no perdona ni a los jovenes ni a los veteranos. Huele a sudor y nervios en el estómago. El corazón a mil por hora. La policía se lleva a un menor que escondido, intentaba correr. El viajero reza lo poco que recuerda. Son las ocho de la mañana. Puntual silba un cohete que veloz sube a lo alto y en lo alto explota. Las puertas de los toriles se abren. Sobre ellas los pastores contemplan la manada. Los toros por unos instantes parece que dudan, se miran, algunos alzan el morro para olfatear y de repente, salen en estampida. Al viajero una sombra negra como boca de lobo se le va acercando, quiere correr, iniciar la carrera pero no puede moverse, las piernas le obedecen cuando casi los tiene a su lado. Corre procurando no tropezar con las personas que le rodean, cerca los bufidos de esa locomotora. El miedo le puede pero continúa su carrera, va sólo, no ve a persona alguna a su lado, ¿estaré muerto? sigue corriendo; tropieza con un inglés borracho, da un traspiés, a su lado ve pasar los mansos, hay que levantarse rápido, corre, corre, los negros no estarán lejos; corre, corre, que puedes. Cerca, un joven da un grito terrible, quizás lo hayan empitonado, corre, corre, corre, seguramente que es un crío y la mala suerte que ha tenido, corre, corre, es que algunos ni tan siquiera se entrenan, corre, corre, vaya palo para su novia, para su familia, corre, corre; un sudor frío le empapa el cuerpo. Ya está en la Estafeta, a punto de reventarle los pulmones, corre, corre, se gira en su loca carrera viendo como algunos toros han resbalado en la curva, les cuesta trabajo levantarse, corre, corre, ¿qué pesará un bicho de esos?, corre, corre, lo menos mil quilos, corre, corre; a su derecha los toros le han pasado. Tiene a su favor toda la suerte del mundo unida, que ha venido auxiliarle. El viajero sopla, resopla con fuerza como para quitarse del interior las terribles sensaciones vividas que han sido muchas. Cuando lo cuente en Zamora no me lo creen; ha sido fabuloso, para el año seguro que vuelvo. Es fantástico. Creo que hice una buena carrera, a ver si la tele me cogió y me ven en casa. Se detiene y sonríe mientras con los brazos en cruz,  mira a los que se ocultan tras la empalizada de madera, como si mirase al tendido desde el albero en una gran tarde de toros. Se siente hermanado con los que han corrido con él, que ya son sus camaradas, pero tambien, se siente superior al resto de los que miran con emoción a los valientes que corren delante de unos cuernos que asustan.
Apenas un quejido. Uno de los toros rezagados, hiende certera su astillada y cobarde lanza, en el corazón del viajero que ahora. mantiene en el rostro una sonrisa idiota mientras el toro, con el muchacho en lo alto, gira y gira sobre si mismo exhibiendo su trofeo al público.
En el andén de la estación zamorana, un grupo de personas esperan al viajero. Charlan animosas entre ellas y ríen, ríen nerviosas a la espera de que aparezca. La máquina del tren llega, resopla, se detiene. Nadie baja. Al poco, un pitido agudo, largo, molesto. El tren continúa.



BOFETADAS