miércoles, 2 de febrero de 2011

UNA DE CINES ( II ).






Siempre que haga una visión de los cines, lo haré desde un lugar que llamábamos general, que casi era nuestro lugar de residencia, desde el que tocábamos el techo del cine, que era feliz por tanto que lo amábamos y amo.  Han desaparecido los cines y por tanto ese edén, no así las sencillas salas Mini.  Alguien me dijo una vez, que una ciudad es culta, por la cantidad de cines que tiene.
Hablaré de general porque allí, iba a mezclarme con toda la golfería llegada y por llegar. En aquellos tiempos, casi niño ya fumaba, para las gentes que me veían con el pitillo en la mano, era un golfo.  Éramos golfos por jugar al fútbol en los Cantones sin apenas molestar a nadie, éramos golfos por no asistir a las clases, también lo éramos por nadar en cuernos en invierno, cuando decíamos guapa a una niña, éramos hasta golfos cuando reíamos con toda el alma, siempre golfos ante las personas pías, de comunión y misa diaria,  la de una para que las vieran, sobre todo, si estrenaban modelito. No hablaré nunca en tono despectivo de las butacas, lugar de golfería fina, más oculta menos culta, más a lo callado, más adormecida que se llenaba de suspiros, gemidos en las últimas filas y de vez en cuando, de alguna que otra bofetada.  Todo estaba permitido. A general, las niñas no subían, venía de tradición y las madres las avisaban.  Podría ir a los cines a butaca, dinero me daban, tenía esa suerte; pero el ambiente estaba arriba y allí de verdad, los sentidos se me desbocaban, al tiempo que se ampliaban y crecían. Y aquel olor a cacahuetes...
Que nadie piense, que jamás me senté en las butacas de todos los cines.  En miles de ocasiones lo hice, cuando se iba con una niña, no era plan de meterla allá en todo lo alto, por razones obvias.
En lo alto de las salas, por lo regular y sin regular, no existían los asientos como en la zona de butacas, eran asientos corridos, los mismos que más tarde los negros, tuvieron en Sudáfrica, cuando a narices tuvieron que dejarles entrar en los cines. Prometo que en la general de cualquier sala, era la persona más feliz del mundo.  Todo consistía en esperar a que la vista se acostumbrase a lo oscuro, conocer la situación del acomodador y cuando estaba en el otro extremo, una voz profunda, de locutor de radio, poderosa, gritaba en el cine Callao:
- ¡ Gorilaaaaaaaaaa!. Aquí se están cagando.
- ¿Qué me importa? -contestaba el acomodador
- Pero es que se están cagando en tu maaaadreeeeeeee.
Entonces, aquella mole de casi dos metros de altura, de unos ciento y muchos quilos de peso, comenzaba en la oscuridad a moverse al extremo opuesto,en busca del lugar en que había salido el vozarrón.  En su caminar, iba separando a la gente a manotazos, a fin de abrirse paso. Las personas protestaban ante ese abuso, gritos y más gritos de los que se sentían heridos, avasallados.  Carreras fantásticas de una lado a otro para confundirlo, en una esquina un grupo que comenzaba a cantar una ranchera- en Ferrol había muy buenas voces-.  Del patio de butacas subían voces protestando.  Las putas con sus chulos, que llenaban la Preferencia comunicada con la General, unas a favor, otras en contra, división de opiniones.  Al cabo de un buen rato, como la película continuaba su marcha, los ¡Chissssss !, ¡chisssss! se iban sucediendo por todo el cine, la gente se apaciguaba poco a poco y aquella terrible caterva, fijaba sus ojos en la gran pantalla, entornaban los ojos, los cinco sentidos allí puestos soñaban, soñábamos que navegábamos con Bogart por aquél río.  En otras ocasiones, viajábamos en lo alto de un vagón de tren o nos agachábamos mucho, intentardo ver más arriba las bragas de la Marilyn Monroe.
Hablé de los asientos corridos de la general, pues bien, cuando la película era mala de solemnidad y el cine no se había llenado, te echabas sobre el banco todo a lo largo, apoyabas o no, la cabeza en el regazo de un amigo y te echabas la mejor siestas de la historia.
Hubo un tiempo en que se me dio por ir a las cuatro de la tarde al Callao, pero esta vez a butaca.  En la sala, buscaba al acomodador al que decía:  - Amador, haz el favor de despertarme a las cinco y veinte-. -¿Dónde te vas a sentar?-. -Donde siempre-. Y es que a las cinco y media, había quedado.  Al barco se iba muy temprano para tener la tarde libre, por eso, una siesta en el cine se agradecía ya que en casa, como que no, en el cine quedaba frito a los cinco minutos o eso me parecía porque cuando aparecía la Bardot en pantalla, el sueño desaparecía y es que aquello, en aquellos tiempos, era maná para los que teníamos la suerte de disfrutar con la vista y las visiones fantásticas que el cine ofrecía y ofrece, por supuesto.
He contado en alguna ocasión lo sucedido en el teatro Jofre, teatro que ahora vive joven, tras ser remodelado a conciencia, espero que al Rena también,  le echen una mano, da pena verlo.
Veréis, el grupo de amigos, las mañanas de los domingos de todo el año, aunque lloviese, lo que hacíamos temprano, era acudir a la entrada de la iglesia del Cármen, puesto que allí la censura, colocaba un folio hecho en imprenta, clasificando las películas: "Para todos los públicos"; "Para mayores de 16 años"; "Extremadamente peligrosa"  que era para mayores de 18 años.  Visto lo anterior, la cuestión era ir de cine en cine para asomándonos a las carteleras -unas fotos del metraje, que se colocaban como reclamo-.  En los cines franceses, también solían colocarlas pero, como hubiesen marinos extranjeros en la zona, sobre todo los españoles, los carteles desaparecían al completo, cada cual guardaba el suyo bajo la chaqueta, se metía la mano en el bolsillo del mismo lado para sujetarlo y así  ibas aguantando la gruesa foto hasta llegar a la siguiente bocacalle.  Formando un corro, mostrábamos nuestro botín, discutíamos cuál era el mejor, se ofrecía dinero  y de allí, pasaba a ocupar el interior de la puerta del armario del camarote en el barco, hasta la próxima.   Luego al cine.  Se entraba a las dos menos cuarto de la tarde, para salir a las once de la noche viendo  la misma película. Cuando la luz se encendía, sólo había militares de todo tipo en la sala, españoles y americanos los más.  Al fondo tres o cuatro viejos salteados. En España, no se podía, caminábamos como pardillos, temerosos de cometer pecado por aquello del infierno.
Estábamos, en que íbamos a mirar las carteleras porque aquello, nos permitía imaginar si la película era buena, mala o regular -comenzábamos a ser censores-. No pensábamos, en que cualquier cine que se precie, cuelga a la vista de las personas, las mejores fotos. Como los fotógrafos en sus escaparates.
Aquel domingo de Navidad de cualquier año del Señor, nos acercamos a las del Jofre.  Había mucha gente mirándolas pues la visión era la de romanos, caballos, espadas, luchas. Al parecer, para todos, era la mejor que ponían y además, para menores.  Decididos, nos hicimos con las entradas y claro que fuimos.  Las colas inmensas y como siempre, hubo que subir un montón de escaleras que mareaban cuando lo hacías corriendo en dirección al Paraíso, que ese teatro lo tenía  escrito en un cartel, pegado a una de las paredes y al llegar, un lleno que no cabía un maldito alfiler, no me cabía en la cabeza, que siendo en la cola casi los primeros, hubiese tantas personas en el lugar.  Allí, rostros angustiados, se habla de más con la risa boba que da los nervios.  Vamos a la función.
Se apagan las luces y todo queda en el silencio, el mismo silencio en que se encuentran los cementerios en verano o en días de lluvia fuerte.  En pantalla un hombre repeinado que inicia y continúa su disertación sobre lo que allí se iba ver. Los de la zona alta que se impacientan, algún que otro silbido como en los toros.  Al cabo de media hora el hombre se retira, comienzas a verse las "letras" que le decíamos. Finalizadas, por la izquierda de la pantalla asoma un egipcio despistado que al poco se encuentra con un romano. Al fondo, un gran ejército se va acercando.  Mis ojos como platos, aquello era fantástico, lo que sucede al poco es que el egipcio no le habla en castellano normal al romano, le canta, lo hace cantando y la respuesta es del mismo modo, el romano también canta y sin bromas que ambos cantan muy bien. No fue un momento, siguió y siguió y siguió el cante. Allí,  en la pantalla lo prometo, todo el mundo cantaba, un gordo se tira un cuarto de hora con sus gorgoritos, las mujeres cantan a coro. Nadie habla, nadie; nadie se molesta.  Es entonces, cuando de lo más alto de la general, un tenor de ducha, comienza a lanzar su voz al aire. La gente se anima,  el lógico que aparezca el barítono; más barítonos.  El acomodador que pide silencio.  En la pantalla a lo suyo, a cantar.  En General todos, todos cantamos ópera, aparecen otros tenores y como no los bajos que hay suficientes y aunque parezca extraño, sopranos, mezzosopranos alguna que otra y como no, media docena de castratos.  Es tan grande, tan grande el follón que hay en el Paraíso, que de vez en cuando, cuando las voces se aminoraban para coger fuelle los cantores, nos llegaban las voces y cabreos del patio de butacas y con ellas, las de todo el teatro.  El cine ya no es cine, es el estadio de la Bombonera  argentino un día de buen fútbol, el Bernabeu jugando el Madrid contra el Barcelona, una plaza de toros con el Cordobés en medio del ruedo con dos orejas un rabo en ambas manos que mostraba al coso.
El acomodador desaparecido en combate y espero que no fuese por miedo.  Era un hombre de unos cincuenta años, dos metros de altura al que llamábamos Matapuchos porque su principal trabajo era en el matadero municipal.  De él decían, que mataba las vacas pequeñas, de un puñetazo en la cabeza, hoy no me lo creo, pero entonces, claro que lo veía capaz
Tardan pero llegan, los policías se presentan, dos de ellos vestidos de gabardina.  Todos se enfrentan a lobos cabreados, a lobos engañados que llegaron para ver una de romanos y que para cantos, el teatrillo Argentino  cercano. No consiguen que los ángeles del Paraíso callen, carreras y más carreras, juramentos de los que se caen, cachondeos con los polis porque todo está semioscuro. La pera. Al final, salimos a la calle, saltando los escalones de cinco en cinco.
Lo que estábamos viendo y no viendo en la pantalla, era "Aida" de Verdi.
En aquellos tiempos, yo iría en segundo de bachiller; a pesar de que tenía un montón de libros que estudiar, la cultura musical nuestra era del todo deficiente.  La radio permanentemente con Angelillo, Pepe Luis y su guitarra o algo así, Machín cantando sus desengañosy para de contar.
Todo hubiese funcionado, si en lo alto o en medio de las cartelera, se pusiera una tira diciendo: "Gran ópera de Verdi", mejor en color bermellón que destaca más.  No hubieran ido tantos y aquellos se atrevían  a entrar, el portero les cuenta que sale un tío hablando media hora, que la película es toda cantada, todos se echan para atrás y de ese modo, los de butaca, los "entendidos", quedarían a gusto. Es que en butaca, siempre hubo muchos entendidos, es cierto, pero no tantos como nos querían hacer creer.  Y dejémonos de coñas, que acabábamos de salir de una cabrona guerra civil en donde no ganó nadie, en donde murieron casi todos y los que quedaron, como que no estaban para óperas. Es que no veo, por poner un ejemplo y se tome como tal, a un grupo de operarios de chapa fina, de plomeros o de fundición y yo en el medio, preguntándonos si habíamos encontrado la perfección esperada en la Cármen Burana o en el Concierto Grosso núm. 5 de Handel, escuchado  la tarde de ayer en san Julián, que todavía no se llamaba Concatedral.
Pensándolo bien, para nosotros, para los que participamos, no fue tanto fraude.  Reímos a reventar durante una hora y eso no tiene precio.  Reíamos continuamente porque hoy, ya viejo, de vez en cuando recuerdo y lo que más me sale es una triste sonrisa. ¿Mereció la pena?.
Si, por supuesto, todas las viviencias, sean del tipo que sean, siempre merecen la pena.

Para Flor musa del Jofre y con ella para todo el grupo de clase. Si, para Pilar también.

BOFETADAS