jueves, 3 de febrero de 2011

UNA DE CINES ( y III ).





Decir cine Avenida ya eran palabras mayores. Cine que continúa vivo pero con una terrible herida en todo lo alto que nadie se preocupó de curarla.  Cine de acomodadores uniformados, taquillera morena y a la vez muy guapa.  Una entrada marmólea a la que seguían una escalinata doble del mismo material, paredes forradas de un rojo inglés, al menos me lo parecía, el ambigú construído con buenas maderas y unos grandes ventanales que daban a la calle Dolores, lo que nos permitía comunicarnos con alguien que caminase cerca o bien, arrojar  y escondernos, cualquier cosa que llevásemos en los bolsillos.  Los niños de la calle Real no. Ellos, desde lo alto, escupían sobre los peatones, por lo regular gente mayor que caminaba arrimada a los edificios.
Lo que se correspondía a la general en los demás cines, no era tal en el Avenida.  Faltaban los asientos corridos de madera, es que no los tenía.  En su lugar, cómodas butacas tapizadas en el mismo color que las paredes y cortinajes.  Es cierto que extendiendo la mano se podía tocar el techo, pero de entrada se notaba, que era un cine muy diferente al resto que visitábamos.  Sucedía también, que las niñas ocupaban estas localidades, alguna te podía tocar al lado y como no, algún que otro borrachín y es que al lado del cine, había unas bodegas,- donde hoy se encuentra la planta baja del Corte Inglés-. En el piso superior, un colegio para niñas al que también asistí a dar algunas clases o a recibir algún premio por buen estudiante.  Que nadie se asuste, en aquellos tiempos es cierto que lo era; luego, callo.
El Avenida no me gustaba como cine, si girabas hacia atrás la cabeza, al estar tan altos los asientos traseros, veías desde los pies hasta la cabeza a las personas que tenías a la espalda, lo mismo te sucedía a ti con los de delante.  Por tanto, las manos quietas o darles marcha de vez en cuando de forma apurada.  Lo mismo sucedía con los besos, que tenían que ser extremadamente rápidos, sin sentido alguno por si el de delante se giraba.  Además, el dichoso proyector de la película que cruzaba toda la zona en dirección a la pantalla, producía una gran claridad permitiéndonos distinguir el rostro de las personas.  Que te voy a contar.
Un día, no se si ocurrió por la noche o en plena función, es que no lo recuerdo, el techo en la parte alta, en la general con butacas, se vino abajo dejando el lugar inutilizado.  Debido a ello teníamos que ir a butaca con la premisa, que parte de ellas no fuesen ocupadas y es que si mirabas a lo alto, espadas de Democles pendían de las escayolas del techo, esperando un soplo de aire para  dejarse caer.
Pienso que jamás aquello se arregló, fue la muerte del cine y a partir de entonces, no volví a ver aquella hermosa taquillera.
- Por favor, dos entradas para lo alto -.
- Son cuatro pesetas-.
Entregabas poco a poco el dinero que ibas encontrando por cualquiera de los bolsillos, mis ojos esperando que ella los alzase, lo que no hacía porque, al tiempo que vendía localidades, también hacía calceta.
-Ahí le queda-. Que en educación estábamos al día y además la aprendíamos día a día.  Recogía despacio las entradas sin conseguir que ella alzase el rostro.  Era mayor que yo, unos quince o diecisiete años.
-Siguiente-, se escuchaba mientras subíamos las escaleras de dos en dos, nos asomábamos a la sala, en todo lo alto unas amigas, unas señas para que guardaran tres asientos, reían nerviosas mientras afirmaban. A continuación a fumar, preparando el plan de la tarde.  Seguramente, que baño en Copacabana que solíamos hacer en verano o invierno. Afirmo, que en esta última estación, el agua está fría, terriblemente helada y cuando sales de ella, el viento te llega como si fuesen alfileres.  Hay quien dice lo contrario.  Para salir de dudas probar un día. Es que lo hice muchas, muchas veces, primero para que un codo que había roto permitiese moverse al brazo, eso duró un año y más tarde, lo seguí haciendo por costumbre.
Otro cine elegante para elegantes, el Capitol;  mármoles en su parte baja, cortinones de idéntico color que en el Avenida y haciendo juego, sillas y sofás; dorados espejos y apliques, puertas batientes de entrada a la sala que no hacían ruido.
Para los de general, entre los que me incluyo, lo de siempre.  Infinitas escaleras de madera en una casi oscuridad permanente, que en eso si ahorraban electricidad.  Subías apurado y una vez en el banco, la mirada fija en la pantalla ahora gris, deseando comenzaran aquellos sueños locos, tomando parte de la película.  A caballo persiguiendo a los malos, en los asedios subiendo por las escalas, en la parte final, dando el beso a la chica, pero un beso de verdad, no lo que hacían los actores poniendo cara de asco. Con el tiempo me enteré que muchos era homoxesuales, entonces comprendí por el por qué, de aquella cara de asco. Luego, salíamos despacio y en silencio del cine,  el aire fresco en la cara, las manos en los bolsillos, un cigarro negro en la boca,  inconformistas, que no admitíamos consejos sin pies ni cabeza de las personas mayores, que querían hacer de nosotros unos exquisitos ciudadanos, alguno me decía, el mejor de los ciudadanos. Hoy mayor, no doy consejos, es que ni me atrevo. Que cada cual escoja el camino que más le atraiga, en ese gran cruce de carreteras que es la vida.
En el fondo, sabíamos movernos y es que si alguna película para mayores nos interesaba y no conseguíamos entrar al cine, había que tomar la lancha al pueblo de Perlío, al otro lado de la Ría. Allí, el  cine Perla, hoy también desaparecido pero menos mal que se recuperó la obra de González Collado que en él había. En ese cine ni mayores, ni menores, la censura aún no había llegado o quizás se había pasado siete pueblos y a este no le tocaba, era un cine para la democracia y la democracia terminó con él, para hacer viviendas. En silencio, mordiendo las uñas dejábamos entrar en nuestro cerebro a Rita Holliwood quitándose aquel interminable guante en "Gilda",  Susana Mangano agachada ante el arroz en "Arroz amargo", Brigitte Bardot en  "Y dios creó a la mujer", la misma Bette Davis en "Eva al desnudo";  tantas y tantas otras que a nuestra edad, nos iban descubriendo lo que los libros no decían, pero sin preocuparnos mucho. Sin entrar en materia.
Al finalizar, mientras caminábamos hacia el muelle de lanchas, ¿has visto alguna teta?.  Un poco a la Silvana y para de contar, que no era para tanto.  - ¿Y por esto nos hemos gastado doce pesetas?. Qué saben los curas para opinar si una película es tal o cual.  Ellos no las pueden ver, de hacerlo pecan, pensábamos. Eran tiempos en que algunos curas nos llamaban  hijos, no así a los propios, que les llamaban sobrinos.
Si llego a decir esto en aquellos tiempos, me hubieran dado mucho antes la excomunión.
Un cine grandioso, al que más acudíamos era el Rena, el Renacimiento que quedaba más elegantes aunque, estando en el casco urbano, parecía que era de barrio.  Tenía pocos toques renacentistas, unos azulejos casi todos dañados -frente había un colegio de jóvenes-, un grupo de ellos que representaba una divinidad, creo recordar, no lo afirmo y a la izquierda la taquilla.  Tras la taquilla una mujer de mediana edad del tipo veleta, es decir, que unos días daba gloria hablar con ella y los más, parecía una fiera.  Decían los mayores que por culpa del amante que le hacía trastadas.  Vaya usted a saber.
Cuando la película era para mayores, los portales cercanos y algo alejados, se llenaban de niñas.  Allí, se quitaban los calcetines para ponerse unas medias de cristal que habían tomado del cajón de su madre.  Las más atrevidas se daban un toque de carmín.  Era una forma de hacerse mayores antes de tiempo, tontas no eran, pues pasaban al cine sin el problema que nosotros teníamos para entrar en general o "gallinero", que también le llamaban en algunas ocasiones.  Y es que todavía, llevábamos pantalón corto.
Tampoco se nos hacía difícil entrar. Algunos días el portero nos avisaba que no entrásemos que estaba previsto llegase la secreta.  Los policías que vestían de paisano encargados de que las buenas conciencias ciudadanas no pecasen. Por lo regular, casi todas las películas para mayores, las vimos en el Rena.
En cierta ocasión, compré unos mostachos en la tienda "El niño judío" de la calle Dolores, frente el Casino. Me lo coloqué en un portal cercano, llevaba una gabardina de un amigo que casi me llegaba al suelo, tal como era moda y cuando el portero estaba a punto de recogerme la entrada, una maldito que venía detrás hizo un chiste, me reí, el bigote se puso de lado. Quedé pálido y lo notaba.  El hombre fue noble.  Me dijo, que cuando se puede, se puede y cuando no se puede, no se puede. Que filósofos los había a montones.
Hubo unos años, en que el paso del tiempo se me hacía interminable, mi amargura, mi sufrimiento sólo yo lo conocía. Los días no pasaban con las ganas que tenía de cumplir los dieciséis años y entrar con todos los derechos en todos los cines del mundo. Fue horrible el paso de las horas,  pero llegó.  Mi abuelo me envió a Bernardino Gonzáles para hacer las fotos, me dijo que se daba buena maña y era cierto.  Me firmaron un papel que entregué nervioso a unos comerciantes o del comercio que también se hacían llamar, acudí a Comisaría; todo estaba en regla que se dice.  Cuando tuve el resguardo del documento en la mano, lo besé con ganas, aquello era mi primer pasaporte para ir a las películas de mayores, sin trampas, a la espera de que llegase el DNI plastificado.
A partir de ese momento, pasé a ocupar las últimas filas de butacas, jamás regresé a la general que recordaba con cariño y sigo recordando.  Para los mayores, había dejando de pertenecer a los golfos. Golfos que se desvivían por ayudar a cruzar una calle a una señora de edad, a un señor; que les ayudábamos con sus paquetes y bolsas de compra a subir la calle del Hospital de cargadas que venían, que les cedíamos la acera como nos habían enseñado, aunque en la mano izquierda llevásemos medio cigarro Pall-Mall. Que hacíamos todo tipo de recados a las madres, a las vecinas. Que aguantábamos a los niños pequeños cuando alguien nos lo pedía, que no insultábamos, que respetábamos a los que en edad estaban por encima de la nuestra. Luego vestidos con pantalón largo, nos ponían como ejemplo. De repente, dejamos de ser golfos... No para todos, los propietarios de hijas, aunque las hubésemos tratado con toda la delicadeza y más, una vez colocado el apelativo hasta hoy, si es que viven, lo seguimos  llevando.
Es que ya viejo, alguna, me lo tiene recordado: ¡ Qué golfo eras Chalo...!, para a continuación soltar un piropo.
Tengo la inmensa fortuna, de que mis padres, mis hermanos, jamás me lo dijeron.
Quizás me haya quedado en el tintero algún cine, si ha sido así, prometo que ha sido sin querer, la cabeza ya no rige como antes, es normal.  Fue una forma de vida y lo sigue siendo.  En casa hay algo mas de mil  buenas películas de video.  De vez en cuando miro y reptio aquellas que me dejaron huella, "Alguien voló sobre el nido del cuco"; "Al este del Edén" de Elia Kazan con nuestro admirado entonces James Dean; "Apocalyse Now"; "Lo que la verdad esconde" ; " Las uvas de la ira"...  Es para mi, tan fantástico el cine que todavía sigo llorando con algunos temas como antes hacía, que el corazón se me acelera ante una injusticia, que el alma se me renueva ante un final apoteósico y sigo como antes, poniéndome al lado del malo, que en definitiva, es el golfo de la cinta.
El cine que conocía y que sigo conociendo.

Para todos aquellas, aquellos que les gusta el cine, tanto como a mi me gustaba y me gusta.
Gloria a Edison y a los Lumiere, por hacernos partícipes de su invento, el cine.

BOFETADAS