viernes, 24 de abril de 2009

EL PARQUE MUNICIPAL QUE CONOCÍ.






En lo alto, oscuros nubarrones que desde hace un buen rato anuncian que pronto abrirán sus grandes estómagos cargados de agua, que dejarán caer sobre los no precavidos que como yo, se atreven a caminar sin paraguas. De ese modo, accedo al parque municipal.
Llevaba años, muchos años sin pisar las veredas y recovecos que en otro tiempo caminábamos y en las que, después de mirar atrás y a los lados, dábamos un beso apresurado a la niña que teníamos a nuestro lado. Besos sin arte, sin maldad, era lo que veíamos en el cine, lo que hacían los mayores y que al final nos parecía una gran tontería. Pasado un tiempo, ya fue otra cosa. Benditos años.
Una bandada de palomas y alguna que otra gaviota al verme, se van acercando equivocadas pues quizás piensen que soy la persona que suele llevarles algún tipo de comida, incluso se empujan y se pelean para coger el mejor sitio. De saberlo, hubiera comprado cualquier cosa en el bar cercano, pero como ya dije, hacía muchos años que no pisaba este lugar. Continúan siguiéndome un trecho para luego, regresar a su punto de origen a la espera de la verdadera gente que las alimenta.
Lo veo diferente al que conocía; la razón, que el viento que nos sacudió bien sacudidos, el Klaus, ha tirado muchos árboles y otros, los de la zona de los patos, los han cortado a propósito. Algo lei sobre ello o creo recordar. Ahora, hay mucha claridad, parece más espacioso siendo el mismo terreno. No es tan íntimo, falta la frondosidad que buscaban las parejas para evitar los ojos de mirones, que los había.
Hay un árbol seco al lado del viejo bar que ya no funciona, que ha perdido la vida que tenía aquella gran barra llena de gente. Recuerdo ese árbol, un castaño muy frondoso y que ahora, sin hojas,muerto, aún se atreve a desafiar al cielo por haberle quitado su vestimenta que tantos y tantos años cuidó y renovó todas las primaveras y cerca, un hombre con un rollo de papel en una mano, no deja de caminar de un lado a otro, apurado, como si estuviese perdido y se buscase.
Hecho de menos los árboles, siempre me gustaron y siempre respeté. Unos muy gruesos, enormes, caídos dentro de un jardín, cortados sus troncos, ya no cobijan enamorados, los de todos los días a la misma hora; ella atenta mientras él muy serio, le cuenta una sarta de mentiras por haberle dado plantón y no aparecer el día anterior. No se atreve a decirle que se fué a la fiesta de Neda.
El pavo real grita, un chillido que molesta, que penetra en el cerebro, más bien parece el frenazo de un tren en apuros. Abre su enorme abanico mostrando verdes, azules y sienas. Está sólo y como hacía en mis tiempos, me voy acercando poco a poco para no asustarlo; permanece quieto mirándome y al llegar a su altura quedo quieto observándole fijamente, el también me mira y al rato, como antes hacían, despliega su plumaje que me muestra. Lo admiro descarado ¡oooooh!, ¡oooooh! porque creo que lo entiende y le gusta ser admirado, la soberbia que le puede y es entonces cuando comienza su contoneo sin apenas mover los pies. Luego me olvida y mira hacia un punto fijo allá en lo alto de un árbol, es la pava que también observa, sola, altiva, independiente, haciendo sufrir a su compañero. Estamos en primavera.
Hoy paseando en soledad, que muchas veces es como mejor se camina, echando en falta un cigarrillo para acompañarme, se recuerda el tiempo pasado y en los viejos aflora claro, luminoso. Aquellos juegos alocados con una bola de madera que alguien había hurtado en un futbolín; el recoger y tirar caracoles a los patos que al tragarlos enteros, se podía apreciar como se deslizaban por sus cuellos; un partido de los Globe Trotters muy animado, los bailes, las despedidas de año arrojando al exterior parte de las entradas para que otras gentes desconocidas, pudieran acceder al recinto sin pagar; eran tiempos en que la formalidad aún no me había llegado -eso decían-, escuchando aburrido como una joven se empeñaba en tomarme medidas para hacerme un jersey para la primavera al tiempo que en casa, mi madre, no paraba de hacer esas prendas para los cuatro hermanos. Recuerdo a un amigo, hoy en Cartagena, lanzando un palo a un castaño para bajar sus frutos, con tan mala suerte en una de las tiradas, que el palo se le fue a un gran foco que rompió. Perseguido saltó la muralla del Parque, corrió san Francisco abajo y en un portal muerto de cansancio, fue retenido por los municipales quienes cansados a su vez, no pusieron resistencia alguna para que lo salváramos de una buena multa o algo más, tirando de uno de sus brazos mientras gritaba de dolor. Es que los municipales nos odiaban, iban siempre emparejados pendiente de los jóvenes, como si fuésemos de otro planeta, ahora no se ve alguno, van en auto. Donde no se atrevían era en el Cantón. Nuestros partidos de fútbol, con dos banquillos por porterías, eran seguidos por mucha gentes; los agentes, los miraban desde lejos y hasta creo que los disfrutaban.
Hoy en el parque sólo, que muchas veces es como mejor se está, echo en falta a los niños corriendo y gritando mientras sus chicas cuidadoras se dejaban querer por los soldados que siempre, siempre permanecían de pie, atentos por si en las inmediaciones se encontraba alguien que de forma despiadada, pudiese mandarlos de nuevo para el cuartel.
No faltaba el cura, el cura de sotana y teja tal como mandaba el obispado, caminando continuamente por un trecho que sus pisadas ya habían marcado. Llevaban siempre entre las manos, a la altura del rostro, un libro negro, por lo regular gastado, que le llaman misal. Mirada al libro, mirada al frente, mirada al libro ojeo a los alrededores... Siempre me preguntaba el por qué yo tenía que estudiar tantos libros, aprenderlos y los curas, mayores ellos, no eran capaces de aprender en tanto tiempo ese librito que siempre lo estaban estudiando.
Había una pajarera y al fondo siempre dos jardineros, apoyadas sus espaldas en un grueso arce, con la colilla de sus cigarrillos ya consumidos pegados en el labio inferior, hablaban continuamente, con avaricia, pisándose las palabra, fijándolas con los gestos, mordiéndose las ideas, quedando todo en nada.
El parque y los cines, que junto con la zona de Canido y la Malata, abrieron mis ojos y mis sentidos a la vida.
Es que no había televisión ni Play.
Las calles de Ferrol estaban vivas. Cantaban en las tabernas. Sonaba una sirena en Bazán para entrada y salida de los obreros y el cañonazo en el Arsenal que anunciaba salida y puesta de sol y doce del mediodía. A que sí.

BOFETADAS