jueves, 21 de junio de 2012

HUBO UNA VEZ UN SANTO...







Hubo una vez un santo, que quizás no lo fuese, pero el total de los vecinos de Sauce de Abajo, tantas veces repetían lo bueno que era, lo atento que era, lo servicial que era el hombre al que llamaban Belisario, quien caminaba  por la aldea con una vara a modo de báculo –se lo había visto al Papa en la tele- y en la cabeza, una corona que fabrico con una rama de laurel recién cortado pero, con el tiempo, las hojas se fueron secando y ahora más bien parecía los restos de una coliflor, falta de riego.

Los domingos acudía a la ermita con el resto de vecinos. Solía llevar una chaqueta con los codos gastados y en el pantalón un siete que poco a poco iba aumentando de tamaño y no tardaría mucho en convertirse  en un catorce para mostrar sus interioridades al completo.

En la primera fila, allí estaba pendiente de los movimientos del sacerdote. De vez en cuando le dejaban leer el Evangelio más, como tenía un ojo de cristal, le costaba Dios y ayuda leer tan siquiera una página con letras tan enormes como tenía. Se disculpaba alegando que las letras góticas se le hacen muy difíciles de asimilar y emparejarlas, sobre todo las que le quedan a la altura del ojo de cristal. Un día el cura, por hacerle un favor, le pasó el Evangelio a un folio con modelo de letra Arial. Belisario casi la palma en el esfuerzo y en los intentos de unir palabras para formar las frases, haciendo que los hombres situados al fondo, se rieran con gran alborozo. El sacerdote, cabreado, se dirigió a ellos afeándoles sus conductas en contra de un hermano, a todas luces santo. Les habló de los ermitaños que vivían en santidad en cuevas y las gentes piadosas, se acercaban a verlos y a llevarles comidas muy sabrosas a cambio, que el ermitaño rezara y pidiese el cielo para ellos.

En esos instantes se abrió el cielo para Belisario. No muy lejos del pueblo había una mina abandonada y no sería mala idea hacer uso de ella, convertirse en ermitaño, recibir comida a diario, a cambio de unas oraciones que si tenía ganas las diría y si no, con decir que las decía mentalmente porque llegan con más fuerza, todo arreglado. Estuvo a punto de hacerse propaganda en la iglesia más, después de las palabras del sacerdote contando lo del ermitaño, no era plan de convertirse al momento. Un buen lugar para hacerse propaganda, bien podía ser la tasca del pueblo y mejor aún en las fiestas patronales que estaban ya muy cercanas.

Que cuando el diablo no tiene que hacer, mata moscas con el rabo y Belisario inactivo de la mañana a la noche, cuando todos disfrutaban en el bar, pidió silencio, lo pidió de nuevo y como todos continuaban con sus juergas sin hacerle el más mínimo caso, dejó el aviso para fechas próximas.

Los festejos duran seis días y  el último, el más esperado, sueltan un toro que se hace dueño y señor del pueblo mientras los jóvenes y no tan jóvenes lo incitan, le tiran del rabo, pasan a su lado corriendo para darle una palmada en las ancas o, los más valientes, tocarle un cuerno. Cuando el toro se detiene, el más decidido se pega una carrerilla que obliga al animal a iniciar un trote cansino y estando en esas, Belisario que venía medio dormido después de echarse una siesta, maldita sabía lo del toro. Al doblar la esquina del estanco, se da de bruces con el astado. Un miedo terrible le corre por la columna dorsal, por las costillas, por todos los huesos. Observa como el pueblo mira la escena, entonces, prepotente, superior al resto, lanza un grito al toro: ¡Detente!, fiera del diablo…!, ¡Detente ante mí y obedéceme!. El toro primero mira hacia su izquierda, luego a la derecha; su pezuña delantera golpea el suelo levantando una nube de polvo y así tres o cuatro veces más. Cuando de nuevo iba decir al toro que se detuviese, el animal, sin pedir permiso, sin previo aviso, inicio una carrera fantástica en dirección a Belisario que con su ojo bueno como un plato, ya dudaba que tuviese poderes. La locomotora se le acerca bufando. El astado mira a un lado en donde le muestran un pañuelo pero continúa su carrera y, poco antes de llegar al santo, tropieza con una piedra, cae y casi al instante, golpea con su testuz interminable, el pecho del futuro ermitaño, que no resulta corneado por asta de toro pero si con tal grandioso golpe, que le deja sin respiración. Queda mirando al sol, con brazos y piernas separadas, queda tan espatarrado en el duro suelo, que más se hace imposible. Los mirones, los que están subidos en las vallas piensan que lo ha matado pero al poco, mueve un brazo, mueve un pie y la cadera también.

¡Milagro!, ¡milagro!, ¡milagro!, gritan los vecinos, ¡milagro!, grita también el señor cura, que con un milagro en el pueblo, la colecta del domingo puede ser portentosa. ¡Milagro!, grita el cartero de casa en casa y al poco, de pueblo en pueblo que son unos cuantos a la redonda.

A partir de ese momento, todo son parabienes, atenciones, invitaciones en las tascas, tantas, que es raro el día en que Belisario santificado,  no se coge una buena borrachera a cuenta de los parroquianos, que luego duerme, en cualquier pajar o en la cabaña que hay al lado del río.

Un día, con la cabeza despejado, nota que en su casa han aparecido las goteras, sin dinero para arreglar el tejado, piensa y piensa bien, que un buen lugar para vivir es en la mina abandonada diciendo a los convecinos que se va de ermitaño. Ya correrán la voz, que para dar noticias se las pintan solos.

Es verano, apenas lleva ropa, un pantalón para cuando se deshilache el que lleva puesto y una fina manta de algodón que en su día, le regaló el boticario cansado de verle pasar frío en los duros inviernos de esa región montañosa. Soltero como era por causas ajenas a su voluntad, le faltaba un ojo y una oreja a causa de ponerse cuando joven, todos los días con la oreja pegada en las vías para escuchar la llegada del tren, tal como vio en el cine que los indios hacían. Ese día, pegado al raíl, su pensamiento navegando por las nubes, el tren que se acerca, una rueda traidora le golpeó el rostro en el momento que retiraba la cabeza. Sólo pudo decir cabrón y a continuación se quedó dormido en la hierba. Sangraba tanto que sus camaradas de escucha, lo llevaron en volandas al médico que hizo lo que pudo aunque no pudo mucho. Tenía el médico gran temor a la sangre, por eso, cosió donde le cuadró la cara y al cabo de un tiempo, quedó lo que quedó, tanto es así, que en cierta ocasión, unas mujeres arreglando la iglesia comenzaron a jugar correteando unas tras la otras. Una de ellas,  se escondió detrás de san Sebastián con tal mala suerte que cayó al suelo y como era de escayola a tamaño natural, rompió. Pues bien, el día de Corpus, el señor cura notó que  el hueco del santo quedaba feo, no se le ocurrió otra cosas que colocar al Belisario semidesnudo.  Previamente, con un frasco de mercromina le imitan sangre en todo el cuerpo y ahí aguanta sin desfallecer. Eso sí, ya era nocche cerrada, cuando todo había terminado hacía tiempo, el cura que lo había olvidado regresa a la iglesia en donde sigue en idéntica posición, pero algo cabreado por tanto tiempo de espera. Con un gran tazón de chocolate con picatostes que le puso en la mesa, el enfado desapareció,amén que el sacerdote le narró la paciencia que tenía el santo Sebastián.

Y allá tenemos en la mina al Belisario. Desde ese lugar, el paisaje que se divisa es muy hermoso además, puede enterarse de la vida de los pobladores porque todo lo ve, todo lo vigila. Lo que no ha subido ha sido comida pero, como ermitaño que es, comerá raíces y hojas que abundan vaya por donde vaya, lo que sucede es que a la media hora tiene hambre. Toma una raíz, le sabe amarga y al poco una descomposición le quita media vida. Tirado en el fondo de la mina, pide a los cielos que no le envíen lobos, zorros o unas simples ratas.

Han pasado unos días, el hombre más muerto que vivo, escucha voces cercanas. Abre el ojo con mucho cuidado; ante él aparecen sus convecinos que le saludan con todo cariño pero ni uno, ha traído tan siquiera un bollo de pan para regalarle. Edelmiro calla, un ermitaño no debe pedir. Le cuesta mucho hablar, el hambre es mala consejera, pero los aguanta hasta el atardecer en que inician la vuelta al pueblo. Quiere ir con ellos, de buena gana bajaría con ellos y que le den a lo de la cueva, pero no se atreve a llamarlo. Se sienta en el duro suelo, un pinchazo en el culo, un rápido levantarse y bajo él, un enorme alacrán que continúa pegado a su trasero. Un grito terrible, un manotazo y el veneno que comienza su camino. Intenta gritar pero, ¿quién le va escuchar?, se deja ir, la supervivencia no es lo suyo y si la comodidad incluso ante la muerte. El veneno va haciendo su trabajo, a Belisario le arde el pecho, los calambres son muy frecuentes, el frío le congelas las extremidades y en medio de tanta agonía se olvida de rezar, ¿para qué?, si Dios hubiese querido no pondría el alacrán en su camino y al cabo de dos días, en soledad, palma.

Pasado un tiempo, por el patrón, un grupo de vecinos sube a la cueva. Hace mucho que no le visitan y alguna que otra vianda le llevan para que recuerde el sabor de lo bien hecho. Ante ellos la visión de una piel seca que cubre sus huesos pero lo magnífico es que el rostro lo tiene muy hermoso y conservado. Dan cuenta al cura don Luis quien, cabreado por las pocas limosnas que recibe, piensa y piensa bien en hacer santo al ermitaño, clavarle unas cuantas saetas y hoy, se puede visitar en la capilla que en su día ocupaba un san Sebastián que unas mujeres jugando, tiraron al suelo y como era de escayola, rompió.

Hay procesiones al menos dos veces al mes, a las que acuden gentes, incluso de los pueblos vecinos a donde se corrió la voz, no tardarán en aparecer los de la capital, con el Belisario en todo lo alto a hombros de los que más cotizan. Es una visión terrible, una piel sin músculo alguno atravesada con flechas, pero el rostro, ¡ay el rostro!, ¡qué cosa más bonita!, dicen las de misa diaria. ¡Qué serenidad de mirada! Alega un corredor de comercio. ¡Qué poco ha durado!. Dicen los sensatos.

Han pasado muchos años y el Belisario, perdón, el san Sebastián disecado, ahí continúa para alegría de sus vecinos y santificaciones por parte del señor cura que sigue aumentando su capital. Es el santo más visitado, el santo que en vez de una, tiene cuatro cajas para recoger monedas. En Galicia se les dicen boetas.

Cualquier pueblo puede tener su santo, todo es cuestión de inventárselo aunque, de vez en cuando, la providencia, saca uno de su escalafón y lo pone en los altares.

Para mi pequeña amiga Inés, que sigue creciendo  dando el follón, como el resto de los niños. Y mucho que alegra.





BOFETADAS