En la época en que los eucaliptos florecen y desprenden ese olor a menta que lo embriaga todo, mi hija, que para entonces estudiaba en Coruña, llegó a casa con aquella bola blanca de nieve, de algodón, de espuma de las olas cuando corren unas tras otras jugando y llegan a la playa.
Con el floreciminto de los eucaliptos, aquella bolita, en el suelo, intentaba caminar pero sus patas traseras resbalaban en la madera. Mi hija, quiso que se llamara "Natas", yo hubiera preferido el nombre de Pepe, es mas entrañable.
En casa de mis padres siempre hubo perros, no para guardar la finca precisamente, la llave de la casa siempre la recuerdo en el jardín, metida en una maceta, el perro, hacía mucha compañía. Recuerdo al "Re", vago hasta para comer, que lo hacía tumbado, con la panza al sol y así, el de turno, le iba metiendo comida en la boca. Era pequeño, juguetón, malvado con los calcetines, ladrón con lo que pillaba, de raza... qué más da. Si le dabas un huevo crudo, le hacía un agujero pequeñísimo y por ahí, vaciaba el contenido.
Otro que recuerdo, el "Zar", un collie siempre pegado a las faldas de mi madre, escepto cuando los jóvenes vecinos, lo llevaban a algún concurso y regresaban siempre, con algún premio.
Natas, el perro de mi hija mientras estuvo en Ferrol, era puñetero con quien era puñetero con él, y ahí me apunto, te las guardaba; pero docenas de veces se quedaba dormido en mis brazos y ahí permanecía. No quería despertarlo y me mantenía quieto aunque en la espalda, se me clavasen miles de agujas.
Le echo de menos, como de menos nos echaba él cuando nos íbamos de casa. Se metía bajo la cama una, dos, tres horas, diez horas, sin probar bocado. Cuando regresábamos, ¡ qué alegría!, ¡qué fiesta!, ¡cuánta nobleza! y sus ojos, sus grandes y hermosos ojos, cómo brillaban. ¡ Ah !, cómo te echo en falta.
De paseo, yo no lo llevaba. Lo veía muy pequeño en medio de otros mastodontes, pero en casa si jugaba hasta la extenuación. No soy buen comedor, para mi era un alivio -para él también -, tenerlo a mi lado a la hora de comer, ya que sin que me vieran, mi comida iba del plato a su estómago directamente. Y como sabía el puñetero las horas de la "manduca"...... más de una vez lo empaché.
Un maldito día, el perro se puso triste, no intentaba morderme cuando le apretaba el hocico. El veterinario dijo que había vivido bastante. Allí quedó para esperar la muerte sin enterarse.
Sólo, en una habitación de casa, lloré con dolor, como jamás había llorado. En silencio, lo sigo llorando y es hoy el día, en que al pasar frente el veterinario, miro hacia el interior de la tienda, por si "Natas" está en el rincón esperándome, sobre sus patas traseras como solía ponerse para fisgonear en la mesa y enterarse de lo que en ella había.
En las fechas en que florece el eucalipto, me hubiera gustado recuperarlo de nuevo, porque en mi corazón ha quedado otro hueco. Mi corazón, a lo largo de la vida, se me ha llenado de huecos, antes ocupados por los que ahora ya no están.
Cuando florecen los eucaliptos, es cuando más los echo en falta.