Ayer, tumbado en el sofá, zapeando como siempre que miro la tele, detuve el recorrido en una emisora andaluza, en donde recordaba el locutor a Montse Sierra, aquella niña que hace unos veinte años, cuando vivía con su madre, presa en una cárcel de Málaga, efectuando recados a las allí internas, cogió el puñetero sida. Una niña de tres años había sido contagiada y era portadora del virus por obra y gracia de una o unas miserables.
La cosa es que su madre muere si mal no recuerdo, haciéndose cargo de la niña una tía que, cosa lógica, la envía a la escuela. Todo va bien hasta que las otras gentes, las que envían a sus hijos a la misma escuela, se enteran de la enfermedad de Montse. A partir de ahí, comienza un calvario para la niña inocente. Comienzan los insultos, primero de las mujeres, luego de todo el pueblo que a narices quieren que la niña se vaya del colegio. La desafían. Montse no entiende nada de lo que ocurre. Desafían a una niña de cinco o seis años, hombres que se dicen de pelo en pecho. Ignorantes de mierda, que desprecian a una niña sin tan siquiera mirarse el ombligo.
Son policías los que la acompañan a clase, a la que acude en solitario. Son policías los que guardan su libertad. Son policías los que tienen que aguantar empujones e insultos, camino de la escuela.
Hoy esa niña, tiene veintitrés años; está casada y tiene una niña sana. No quiere aparecer en los medios para que su hija no sufra, lo que ella sufrió a causa de unas "acémilas", que decía un jefe de estudios que tuve.
Pobre niña, pobres Montses que andais por este puñetero mundo cargando culpas de otros.
Hace años, recuerdo, era noche, quizás horas ya de la madrugada. Me encontraba trabajando en mi destino en el puerto, cuando me percaté que llamaban a la puerta. La abrí, dándome de bruces con una mujer que me pedía un poco de pan. Al poco le entregué comida, señalándole que no eran horas para transitar por esos lugares, no muy recomendables, al menos en aquellos tiempos. Me dijo que tenía sida. Que no hacía más que pensar en la enfermedad, que no la dejaba dormir; que su marido hacía poco había muerto de los mismo, las gentes que sabían de su mal, y cruzaban la acera al verla por temor al contagio.
Cuando se iba, me dijo si me podía dar un beso de agradecimiento, asentí y me besó suavemente la mejilla, mientras le decía que yo jamás, me cambiaría de acera. La vi marchar con la cabeza gacha, con sus problemas; con ella iba la amargura de una vida que le había dado la espalda. Seguro que dios la está poniendo a prueba, que dirían los curas. Seguro ......
Han pasado muchos años, no se que habrá sido de la Montse que conocí. Quizás nos hemos cruzado alguna vez; pero soy muy malo para recordar rostros y además, mientras camino, aunque vaya mirando al frente, llevo la poca cabeza que tengo, ocupada en pensamientos que siempre, a todas horas están activos. Por eso, cuando alguien me dice - Adios, Chalo -, se lo agradezco de corazón y siempre, siempre, le responderé con una sonrisa y con cariño.
El sida que ha destroza tantos hogares. El sida que acaba con tantas personas buenas.