Desde que tengo uso de razón, he sido y sigo siendo, un enamorado del bramido del mar al golpear las rocas o cuando rompía contra la amurada del buque.
En Sóller -Mallorca-, vivía en lo alto de un acantalado, a más de cincuenta metros sobre el mar desde donde pescábamos, rodeado de pinos, morada de las cigarras en verano que daban continuamente conciertos al unísono. Pues bien, cuando el Mediterráneo se enfadaba y se enfadaba de verdad, las olas golpeaban la base de aquel acantilado y rompían pasando sobre la casa, una y otra vez, durante horas, acompasadas como el péndulo del reloj que dormita al fondo del pasillo. Era entonces, cuando pegada mi nariz al cristal de la ventana, me admiraba de tanto poder, de tanta hermosura al traspasar los rayos del sol las gotas de agua que caían al suelo como un manto de piedras preciosas. Alguien decía: Neptuno anda cabreado, durmió fuera de casa... El tío Quico en lo alto del mirador para dar el parte metereológico.
Me gustaba mirar hacia el faro cubierto de mar y las gaviotas jugando con los salseiros. Como un ballet pintado por Edgar Degas.
Hay otra cosa que me encanta. Caminar por una aldea cuando a lo lejos, en la ermita del valle, tocan a difunto. Lo digo ahora, porque sobre ello, comprendereis, no pienso escribir.