Camino en solitario por senderos en lo alto de los montes. Voy feliz porque son lugares en que me encuentro bien. Camino cantando a media voz, lo que voy escuchando en el MP. De vez en cuando doy patadas a las hojas muertas para verlas alzar el vuelo.
Me paro para hacer una foto que me interesa y, al girar la cabeza, veo a un hombre en la distancia que lleva el mismo camino que yo y que poco a poco se acerca. Nadie más hay en el monte.
Continúo haciendo fotos. El hombre, ahora cercano. Es muy alto y puedo apreciar que lleva una hoz en una de sus manos. Dos cuervos vuelan en lo alto, peleándose o jugando. En el monte, nadie más.
Si me paro, haciendo que observo el paisaje, el hombre también se para y mira hacia el mismo lugar. Inicio la marcha, él la inicia. No dejo de pensar en su hoz. Lo que daría por tener cerca a Supermán o al Guerrero del antifaz, pero no están en el monte.
El hombre llega a mi altura, le saludo, ignoro si la voz me tiembla, miro a mi alrededor y no hay nadie más en el monte.
Me mira y dice: -Detrás de aquellos árboles hay una buena vista-. Espera que le acompañe y lo hago. Pasamos sobre una verja caída y llegamos al lugar del martirio. Sudo. Ante nosotros un paisaje bellísimo al que hago docenas de fotos. Hablamos. Él, es de san Felipe y le gusta caminar por los montes. Le señalo la hoz. Sonríe. -Es para separar las silvas que algunas veces cortan los caminos, dice-. Le digo que me asustó. Ríe con ganas. Nos separamos, le doy la mano.
Cuando llegué a las primeras casas habitadas, mis piernas, dejaron de temblar.