martes, 14 de septiembre de 2010
OTRA DE TOROS.
Mañana, en la ciudad de Tordesillas, hay una "fiesta" muy importante, demasiado importante para algunas gentes, la del toro alanceado. Alanceado viene de lanza y lanza es un arma compuesta por un asta de madera o metal que en una de sus extremidades lleva una hoja afilada o puntiaguda. Se le conoce como "arma reina de las batallas" debido a su bajo coste de producción.
Apenas asome el sol, inicio de un día radiante, gentes de toda clase y condición irán ocupando lugares al lado de las empalizadas, entre las cuales ha de pasar el toro. Otro medio pueblo llena los pocos bares cercanos en los que se discute sobre las maldades y bondades del toro que ha caído en suerte. Bajo una encina ganaderos y políticos de la ciudad, también opinan sobre la fiesta y a los que, parece ser, molesta una cámara de televisión que ha llegado al lugar para preparar planos. No les dejarán, esa es la conclusión a la que han llegado. El horror no debe salir del pueblo.
El toro a matar, dice el joven Pedro a su amigo, es un mohino pues tiene una mancha negra en el hocico, bizco ya que no tiene los cuernos a la misma altura y su color retinto ya que es un rojo que tira a negro, ambos lo miran en los toriles a donde han pasado a escondidas, sin autorización alguna. Mientras, en el exterior una mujer del pueblo contesta a las preguntas de un periodista diciendo que no lo lastimarán, que lo dejarán libre por el campo, que es como quiere estar el toro y luego, le darán muerte sin padecimiento. Lo que no dice es que la muerte se le produce, clavándole lanzas en su cuerpo, en donde cuadre.
A la ciudad le vienen bien estos asuntos. Llega mucha gente que van dejando buenos dineros, lo malo dicen, son esos grupos de ecologistas o como coño se llamen, que no quieren que el toro muera y para ello llenan de pancartas el pueblo con las frases: No más asesinatos; los toros sufren igual que las personas o asesinos, destacando en casi todas ellas. Qué sabrán de toros, dice el alcalde a su camada de eminencias.
Pedro camina con su amigo por un sendero polvoriento. De vez en cuando un viento racheado levanta el polvo formando remolinos que molestan a los caminantes. No se cruzan con persona alguna, todos están en el pueblo, es buena ocasión para sacar del zurrón la tela granate que lleva y ayudado por el palo con que camina, dará unos capotazos al ganado ya que no hay otra manera de ir formándose para enfrentarse a un astado. Algún día lo hará en una gran plaza. Salta el pequeño muro, camina hacia el toro cercano, el resto está echado, dos pases mal dados y tiene que echar a correr porque aquello es mucho toro. Dicen que el toro queda "resabiao", pero el aspirante a torero piensa, que con dos pases no le hace daño alguno. Luego se dirigen a otra ganadería cercana, Pedro, cada vez se envalentona más y más y hasta escucha los olés y los aplausos del público. Se crece y al poco la banda inicia un pasodoble que le alegra el alma. Ha clavado el hierro en todo lo alto, unos jóvenes se acercan y permite que se le saque a hombros por el gran portón de la plaza. Su amigo le pregunta que sucede pues lleva un tiempo sentado sobre lo alto del cierre soñando. Vámonos. Mañana antes que el toro salga a campo abierto, le daré unos capotazos a la vista de todos.
Y ha llegado el día. La luz lo inunda todo, hay un movimiento de gente continuo y constante. Bares y tiendas abarrotados. Listillos que los hay, han colocado unas tablas a modo de mostradores y tras ellos, toda la familia, los pequeños también, despachan continuos, combinados de garrafón y vino llegado de no se sabe donde, pero es que la euforia lo tapa todo, nadie se da cuenta.
Por las aceras, todo tipo de vendedores. Es un ¡no! continuo de padres a hijos ante su insistencia de que les compren cuaquier cosa que han visto. Es día en que se gasta más de lo permitido, ya habrá tiempo para abrocharse el cinturón.
Unos cuantos músicos intentan hacer sonar conjuntados, unos instrumentos muy viejos, llenos de golpes, que se supone, distorsionan en demasía las notas de aquello que intentan tocar y que por mucho que se estire la oreja, nadie sabe ni entiende lo que suena.
El toro mohino,bizco, retinto, de la ganadería Perdeña aparece a lo lejos. Jóvenes y no tan jóvenes lo llevan de un lado a otro con engaños y rápidas carreras, como rápida hay quien dice, que será su muerte si es que antes no llega al pinar porque entonces, nadie le podrá hacer nada, ni se le podrá tocar un pelo al quedar indultado. A cualquiera de esos paisanos que se le pregunte le dirán que el animal no sufre, aunque lanzas y más lanzas se le vayan clavando en cualquier lugar del cuerpo, puede ser un ojo, la boca, el vientre, la espalda o una rótula, como no sufre... Seguramente que brama con una gran alegría al tiempo que le llegan los estertores de la muerte.
En estos momentos el toros camina por medio de una calle. Pedro salta el vallado y sin pensar las consecuencias, extiende al aire su trapo granate que le hace de muleta. No tiene espada, una vara le sirve para sostenerlo. Se coloca ante aquella mole que bufa pero que no se fija en el muchacho, desde la valla dicen a Pedro que se aleje. En el instante en que se gira, el toro embiste e hiende uno de sus terribles puñales en el pecho del joven, casi niño.
Gritos a su alrededor, el toro ha continuado su camino, al joven la vida se le va escapando, la deja ir apresurada. Era sólo un niño, gime la madre. Todos los lloran.
Ahora si que todos piensan que hay que hacer sufrir al toro, ha matado a un niño. Toro asesino le llaman. El astado ha salido a campo abierto. No corre libre como antes dijeron a los antitaurinos. Caballistas y otros a pie lo acosan. Para darle muerte llevan unas terribles lanzas. El toro asustado quiere escapar pero poco a poco le van cerrando el paso, no hay tal libertad que decían. La polvareda es inmensa y en medio de ella, una jabalina de punta brillante cruza el aire y se clava en la pata trasera del morlaco. Un caballista, altanero él; con una pinta de señorito que clama al cielo, se acerca al toro a traición, no podía ser de otra manera y envía su lanza que se le clava en la espalda y sobre esa espalda el arma cabalga sin desprenderse. El toro brama al aire de dolor y al primer castigo le siguen otros sin descanso. Abatido, en plena agonía, un muchacho hiende su lanza en el pecho y luego su cuchillo lo clava en la cruceta del animal que cae muerto.
Este muchacho le corta el rabo que enseña emocionado a la muchedumbre.
Ha sido una jornada en la que la muerte pasó altanera. Muertos para la muerte.
Y los niños que gritan y se alegran del gran sacrificio, formándose así, para el día de mañana.
Esta y no otra, es la verdadera cultura de un pueblo. Menos mal y así quiero pensarlo, que se han dejado de tirar cabras desde un campanario, con las bendiciones de la santa madre iglesia.