jueves, 14 de octubre de 2010

PLAYA DE LAS CATEDRALES.






Siguen admirándome situaciones, objetos, vivencias y descubrimientos que se me muestran. Cuando en mi interior pensaba, que nada me queda por ver, que todos los paisajes son parecidos a los que vi, igual las casas, lo mismo los árboles; que todo lo que nos rodea tiene algo de similitud.  Que equivocado estaba, que equivocado.
Hoy, pensándolo, todavía me siguen admirando las formas caprichosas, que la erosión ha esculpido en paredes rocosas de pizarra y esquisto, en la que vienen a llamar playa de las Catedrales o Aguas santas, a unos diez quilómetros de Ribadeo en la costa lucense.
El pueblo gallego lo ha declarado monumento natural y ahora me incluyo porque, caminando por una arena blanca, muy fina, mirando continuamente a lo alto porque el alma así te lo pide, lo declaro para mi interior, monumento prehistórico ya que notas, como si te trasladases a esa era.  Hasta sientes temor, porque todo aquello te achica e incluso te llenas de soledad y te entra algo por el espinazo pero, al mirar a tu alrededor en que cientos de hormigas como tu, caminan cerca, hacia el sur, que es en donde de repente, te das de bruces con unos arbotantes, que semejan los de las mastodónticas catedrales que buscas el acceso para entrar en ellas, que no están, no existen; pero no importa, todo aquello que te rodea es grandioso, excesivamente grandioso.
El obturador de la cámara, trabaja sin descanso. Había evitado los charcos de agua en múltiples ocasiones a base de saltos, pero llega un momento, que no te enteras de que la marea viene subiendo, que ya te ha cubierto lo tobillos y continúas disparando porque el resto no te importa y ante semejante grandeza, ni te das cuenta de que la buena luz la tienes a tu espalda. Da igual. Es todo tan enorme, que semeja, cuando entras a una catedral, miras a lo alto, y allí hermoso, el cimborrio.
Grutas de unas decenas de metros, en otras un agua verdosa que te recuerda a la de Venecia, infinitos pasillos de arena entre bloques de piedra y lo que me alegra aún más el día, es la ayuda que me prestan para descubrir, pegados a la pared, una piña de pequeños percebes, otra más y otra y otra. Al fin.
Veréis, he nadado en múltiples ocasiones en verano, en invierno, en distintas playas gallegas cercanas y lejanas, entre rocas, sobre la arena; jamás, jamás en mi larga vida, había conseguido ver percebes en su habitat, con mucha gente lo he comentado y todas aquellas personas se admiraban de mi desconocimiento y hoy, al fin, dos amigas, sin pensarlo me dicen: -Ven a ver percebes-. Allí estaban, buscando sitio entre la piña, brillantes, muy hermosos, que fotografío, que no les tocaría, ya vendrán otros. Y en un día, dos novedades, el descubrimiento de unos crustáceos y lo que son las Catedrales entre Barreiros y Ribadeo.
Fantástica jornada.
Por si alguien que no lo ha visto, quiere acercarse al lugar, desde el noroeste no se tarda mucho por la carretera de Puentes y Villalba. Se accede a la arena por unas escaleras hechas de cemento que llegan al arenal que con marea alta, está cubierto. Una tabla de mareas nos dice la bajada que es la que hay que aprovechar, mientras baja y luego mientras sube, da tiempo a todo. Primero, hay que caminar hacia el sur que es por donde llena primero.  Por lo visto en verano hay un par de vigilantes, que cuando la cosa se va poniendo un poco fea y para que nadie se lleve el susto de su vida, van informando se camine hacia la dirección opuesta en donde, hay también, formaciones importantes y al atardecer, a quien le guste hacer fotografía o pintar se encontrará con unas luces impresionantes.  Para el resto también, faltaría más.
La zona, el arenal es muy llano, por ello, pensé que la marea subiría muy rápida y lo cubriría todo.  Que gran equivocación, va muy lenta, tanto, que el tiempo sobra para pasear ese, llamémosle museo prehistórico al aire libre.  Incluso, en pleno octubre, hay gente bañándose pero pronto salen del agua. Una mujer, empujando una silla que lleva un bebé, me cruza apurada, seguramente se perderá la visión principal porque el agua, estará de nuevo besando el acantilado.
Al ser lugar batido, te puedes encontrar trozos de madera, ramas de árboles o pequeños troncos.  No importa, los enamorados los emplearán para escribir en la arena enormes mensajes que más tarde, al llegar la mar, los llevará por esos caminos que tiene, que no vemos. La mar.
En el momento en que el agua lo cubre todo, no importa. Sobre los acantilados hay -es obligatorio- una zona dedicada a salvamento y socorrismo de buques, por la que el paso es libre y nadie te puede impedir que así lo hagas y de ese modo, bordeamos la costa desde lo alto durante casi un par de quilómetros, admirándonos de las múltiples visiones que muestra el mar y la costa al ser golpeada una y otra vez e incluso, la visión de un prepotente fotógrafo de bodas que acompaña a unos recién casados y que hizo adentrarse en el frío mar a la mujer.  La hizo agacharse, el vestido blanco mojado hasta la cintura, la hizo ponerse de lado, arrodillarse mientras el sol iba poniéndose y el ahora marido, riendo, supongo ante el dominio que ejercía el de la cámara sobra la desventurada esposa. Comento, que como el matrimonio no dure, a qué tanto trabajo.  Previamente había colocado a la pareja en lo alto de un acantilado, obligó el de la cámara a que se besaran en varias ocasiones, tantas, que prometo hubo un momento en que pensé que se estaba celebrando una boda y a un paso estaba el funeral y no lejos el entierro. Si llegan a ser novatos en las cosas del amor, en medio de los besos, caen.
Si caminas sobre los acantilados, encontrarás una gran pozo cuya boca bien puede medir unos quince metros, abajo y dentro de él, el mar ya hace un buen rato que ha llegado y es dueña y señora. Cuidado, que un mal paso te puede llevar al averno porque la protección, en el lugar, brilla por su ausencia, quizás sea por no estropear el paisaje, no lo se, pero algo debería hacerse porque el terreno pizarroso, no es nada seguro por sus piedras sueltas. Pero también digo que, me apuntaría a vivir en una casa sobre el mismo acantilado, sobre todo cuando los temporales se hacen más patentes.
Ya me tocó sentirlos en tierra, unas buenas temporadas.  Es  fantástico  cuando en pleno invierno, bajo  las mantas, escuchas como el temporal empuja la gran ola que cae sobre el tejado, con un ruido que bien semeja el redoble de un tambor.
En la zona de las Catedrales, hay bastantes aparcamientos, pero pensar que en días festivos, ya que es un lugar muy visitado por las personas de Lugo capital y alrededores, también por los caravanistas o caravaneros, si así se pueden nombrar y si no, ya queda dicho. Mesas  y bancos de granito muy limpio para descansar o comer y cercano un bar que supongo sirve comidas y demás.
Abajo, una paz impresionante, como cuando te encuentras en una verdadera catedral, pero sin las toses de viejas, viejos y fumadores.  Bueno, también los que comienzan a engrendrar una gripe.
Y con los pies empapados, continué todo el día. Es que no lo notaba.  Dentro, muy dentro, la visión apocalíptica de unos engendros que asomaban sobre mi, que me desafiaban y yo temeroso me encogía porque los sentía caer para formar mi portentosa tumba.  Pero también he sentido los rayos del sol, que esos si, me estaban dando vida en medio de un mundo fantasmagórico.
Volveré, no muy tarde, porque ahora para lo que queda, tengo la prisa que jamás tuve. Prisa por verlo todo, por no perderme nada, aunque bien pensado, ¿de qué me va servir?..
Será otra deformación.  Será.

BOFETADAS