Cuando niños, nos sentábamos formando un círculo sobre la hierba, hacíamos girar una botella y a quien quedara apuntando, tenía que iniciar la ronda de palabras malsonantes, entonces también llamados pecados por los sacerdotes, palabras que escuchábamos a los mayores; al del carro de las gaseosas cuando le hurtábamos alguna o al carretero de la calle de la Tierra, que tenía un caballo negro como el hambre, imposible de domar y al que continuamente decía sartas de maldiciones, que nosotros, caracoles que asomábamos a la vida, en principio nos asustaban pero, como el sentido común es el peor de los sentidos, nos hacían gracia, tomábamos nota e íbamos archivando en nuestro insignificante cerebro, abierto a todas las novedades, era hasta del todo lógico porque apenas estaba ocupado.
Lo primero, como es de suponer, era decir aquello de culo, pito, teta y partir de ahí, de carrerilla tantas, que ante alguna nueva que alguien había aprendido, nos asustábamos. Algunas, también nos las decían los mayores que conocían nuestro juego. Y era así, los mayores nos cuidaban, nos defendían, para luego hacer nosotros lo mismo con los que nos seguían en aquella inmensa barriada. Hasta el conserje, al que temíamos, salía en defensa nuestra.
Cuando la familia se fue a vivir a otro lugar, a otra casa, haciendo mi madre de inermediaria conocí a un vecino pequeñajo. Era el niño más golfo que parió la madre naturaleza o la misma Gea con intervención de Urano. Tenía apenas unos seis años, pero le habían enseñado tal vocabulario, que inocente, lo soltaba de carrerilla como yo hacía, pero mucho más ampliado ya que metía a vírgenes, santos e incluso al jefe de todos, sobre todo, cuando su madre se empeñaba en bañarlo. Me hacía gracia que con su lengua de trapo hubiese aprendido tanto y tan pronto; me bastaron unos caramelos y un peón que apareció por casa para hacerme su mejor amigo; siempre a mi lado, le dejaba disparar con la escopeta de balines a unas botellas que colocábamos en un inmenso campo cercano, le enseñé a cazar grillos introduciendo una paja en su agujero, echando agua o en último caso y de no haberla, meando para que saliese a la luz. Creció rápido, cuando le vi de nuevo, era un ejemplo de chaval, serio, servicial y hasta elegante el muy puñetero. Con anterioridad mi madre me lo había dicho, pero era incapaz de creerlo y si, había dejando de una santa vez a las vírgenes, santos y demás en sus respectivas peanas. Cómo va enseñando la vida.
A bordo de un barco, las palabras malsonantes, están a la orden del día. Como nadie corrige a nadie y lo que decía el pater a ese respecto importaba bien poco, llega a confundirse ese potente vocabulario, con una serie de adverbios de tiempo, de cantidad o de lugar que también sirve. Es la jerga y a nadie llama la atención, pero claro, al pisar tierra, se recupera la forma primitiva de hablar, de vez en cuando se escapa algo, pero, si estás ante una dama pides perdón y seguramente ella contestará: -Qué si, coño, que si; que estás perdonado. Que no ha sido para tanto.
Puñetas, como va cambiando todo.
Hace algunos años, las mujeres que siempre vestían de luto, se santiguaban cuando a su lado sonada una palabrota y, si se escuchaba un coño portentoso, dicho con todo el golpe de los pulmones, porque al obrero o carpintero que trabajaba en su casa, un martillo, al intentar clavar una punta en la pared, había salido disparado y le había golpeado con fuerza los dedos segundo y tercero: - Haga usted el favor de no decir pecados -decía la enlutada-. Si, señora, respondía el hombre y guasón continuaba, diré: caramba, que mala suerte he tenido, sin querer me he golpeado con fuerza los dedos y me duele mucho.
Cuando el carpintero marchaba, la enlutada daba el grito de guerra a la criada: Hermosinda, ¡joder!, no me calientes tanto el agua, ¿quieres que me despelleje?. ¡Ojalá!, decía por lo bajo la aludida.
Observarán, que la primera palabra "gorda" la ha dicho una mujer, seguramente de misa y comunión diaria y golpes de pecho continuos. De misa seguro.
¿Pecaste?. Si, padre. ¿Cuánto?. Algo. ¿Cuánto es ese algo?. Un poco. Vamos a ver, sin rodeos -aquí comenzaba a cabrearse y se lo notabas-. Siete o diez veces. ¿Qué pecados?. Palabrotas. ¿Cuántas?.-Pues... miles. ¿Y contra el sexto?. Mentalmente comenzabas: el primero amar a dios sobre..., el segundo..., el sexto, no fornicar. ¿Qué es eso de fornicar?; con toda la inocencia preguntabas. ¿Te has tocado?, todos nos tocamos. ¿Te has tocado solo?.¡ Pufff !, ahí te cazaba bien cazado, pero no decías verdad, decías mucho menos por temor a tener que rezar uno o dos rosarios dentro de la iglesia, mientras en el exterior sonaban los gritos y voces de los niños que jugaban. Y además reza, un Señor mío Jesucristo...Afirmaba, pero en mi vida aprendí aquella oración.
"La ley y la moral, prohiben la blasfemia" se podía leer en todas las estaciones de tren y creo, que se llevaba a cabo porque mezclados con la gente, estarían los de la secreta que les llamaban, a punto de saltar en el cogote del primero que se saliese por la tangente. Tanto es así, que los maleteros con sus largos carretillos, que caminaban veloces a la llegada de cualquier tren, cuando tropezaban entre ellos, ni se molestaban, una sonrisa y a continuar para no perder el día. ¿Qué le debo?. La voluntad, siempre la voluntad, que suponía mucho más dinero que si aplicasen una tarifa por realizar, a veces, un corto recorrido.
Pero es hoy, que gracias a la vida, jóvenes, amas de casa, hombres de traje y oficina, de fábrica, viajantes, curtidores, criadores de canarios, carreteros si es que quedan todavía, van o vamos hablando lo que el diccionario recoge en sus páginas, todo el diccionario no, únicamente lo que nos interesa y de ahí, todo el cariño que tengo a la obra de Cela, desde muy pequeño.
De niños, ante nuestro primer diccionario de español o castellano, corríamos ávidos por sus páginas intentando encontrar la primera palabra que siempre nos llamó la atención, "puta" y lo que seguía, ramera, mujer que comercia con su cuerpo; ya nos descolocaba, no era lo que esperábamos, seguíamos para buscar ramera y al encontrarla, nos regresaba a puta y fastidiaba, porque teníamos que pasar tiempo y tiempo, buscando ahora la nueva palabra. En un principio, como no estábamos duchos en el manejo, nadie se molestó en enseñarnoslo, nos costó trabajo, pero una vez aprendimos, lo bordamos buscando las palabras a gran velocidad. Muchas veces recordé el bien que nos hubiera hecho, cuando sentados, formando un círculo en la hierba, hacíamos girar una botella y a quien quedara apuntando, iniciar la ronda de palabrotas aprendida de la sabiduría popular. Con un diccionario al lado, vaya ventaja sobre el resto.
Todo lo de hoy, tiene un por qué, viene a cuento porque, después de caminar bastante tiempo, al llegar al portal, el ascensor había dejado de funcionar. Por tanto, me armé de valor y uno a uno comencé a subir los escalones, muchos escalones que me faltaban para llegar al piso once.
En principio caminé triste y repetitivos los pasos que iba dando más, cuando llevaba un par de pisos, me vino a la memoria, pobre memoria en tal caso, aquel juego de decir palabrotas, en mis tiempos de vida en Canido.
De ese modo, comencé: culo, caca, teta, coño..., pero son tantas las escaleras a subir, que pronto me quedé sin vocablos. Entonces la mente, desarchivó a mis amigos de juegos, de escaramuzas en el instituto, a los "robadores" de fruta, a los que subían conmigo a los montes y nadábamos completamente desnudos en pleno invierno en La Malata, buceando mejillones que asábamos sobre una lata de membrillo. También recordé a los puñeteros que llenaron de pintadas la muralla de Fenosa en Santa Marina con mi nombre y otros nombres que tenían que ver conmigo y que un día, subiendo por el lugar con mi madre, leyó alguno y me preguntó: ¿No serás tú?. Mamá, por favor. Cómo puedes pensar eso de mi...
Y don Jesús, el cura de santa Marina, corriéndonos por las huertas tras cazarnos dentro del cementerio realizando una autopsia. No recuerdo nada más. Seguramente que tropecé con una piedra y me caí.
Si, bien puedo ser eso.