lunes, 27 de julio de 2009

LA NIÑA QUE SUSURRABA AL GATO






María, que quizás tenga unos cinco años, es rubia como las madejas que tejen los ángeles para hacer las coronaciones de las santas en éxtasis y santos en oración que es como aparecen en las pinturas. Espabilada y menuda para que la dejen en paz y no estén continuamente diciéndole lo mucho que ha crecido o lo guapa que se ha puesto de un día para otro.
María tiene un gato de un color gris marengo, muy brillante. No es un gato de marca, de coleccionista, es un gato de "palleiro" o pajar, normalito del todo.
Cuando abandono el ascensor y llego al portal, siempre o casi siempre los encuentro en comandita. María ha extendido una hoja de periódico sobre un peldaño de la escalera y sobre él va depositando en una especie de cazuelitas, trozos pequeños de lechuga, de zanahorias, de manzana, de perejil que supongo le habrá cortado previamente la madre. Da de comer al gato que en principio rechaza y luego huye con pavor, lanzando un terrorífico maullido de inconformidad, temeroso de tener que tragarse esas verduras, pero al poco, con la cabeza gacha regresa prudente.
María lo toma en brazos, le coge con cariño su pequeña cabeza y yo, desde la puerta de salida del edificio, veo como le susurra al oído frases y más frases que al gato le hacen permanecer quieto, atento a lo que se le dice mientras se va girando poco a poco, hasta que su vientre blanco queda al sol. No se si me ve, pero permanezo observándolos.
María continúa susurrándole al oído. Lo que yo diera por conocer lo que le cuenta pero, no es momento de romper el hechizo que estoy viendo. La niña me aprecia, quizás algún día tenga a bien contarme su secreto, pero es que el dichoso gato se queda tan quieto que parece se ha ido para el otro mundo.
Mientras la miro, mi mente se va a una aldea cercana a Tuy en Pontevedra, llamada Baldranes y a la que me enviaron a la edad de cinco o seis años para que engordara un poco. Fui inmensamente feliz gracias a cuatro mujeres y un hombre que me mimaron y gracias también, a una gran extensión de terreno por el que correteaba, grandes hiladas de viñedos, de prados, de árboles frutales, flores, pájaros que es como decir vida y al fondo, el río Miño al que amaba y que me embelesaba viendo el discurrir de sus aguas, mientras en cuclillas sobre una piedra, daba de comer pan a las truchas, que sin miedo se aproximaban. Ahí comenzaron mis ideas de ser contrabandista, cuando llegase a una edad prudente. Nunca llegué a serlo, se me olvidó unos años más tarde.
Un día cualquiera, miraba como los pollos recién rota la cáscara que los cobijaban, sin que nadie les enseñara, salían espabilados comenzando a picotear aquí y allá; todos menos uno al que la gallina no quería, lo separaba con la pata e incluso le picaba.
A ese pollo lo hice mío. Comencé a cazar moscas y más moscas que le iba dando, y el bichejo comenzó a seguirme como si fuese su madre o su padre, tanto es así, que cuando jugaba en aquella inmensa y soleada galería, el pollo acudía a llamarme con insistencia porque había visto una mosca y quería que se la alcanzase. La buena gente de la casa permitió que durmiese al lado de mi cama en una caja de cartón y nada más levantarme muy temprano, ya lo tenía tras de mi. El ave fue creciendo y a donde yo iba, él ya hecho gallina, iba unos cuantos pasos detrás, era lo mismo que fuese por los caminos que por la carretera. Para mi aquello, era algo natural y para las gentes que nos miraban, pienso que también.
Antes de venirme para Ferrol, supongo que hubo llantos a causa de la gallina, lo aseguro conociéndome como me conozco, aunque no lo recuerdo, pero no viajó a mi lado. Lo que si nunca pienso que hice, fue el susurrarle al oído mis penas, como María debe de hacer con el gato que tan atento escucha. De vez en cuando gira la cabeza hacia la niña, como si se admirase de algo que le dice y eso que no es un gato de marca, que sólo es un gato de "palleiro" o pajar para los castellanos.
Le digo a María que los gatos no comen verduras, que comen pescado. Me mira asombrada y responde, que su gato no es un gato como los demás porque tiene miedo subir a los árboles, no le gustan las alturas y además no sabe bajar y se muere de vergüenza si tienen que venir los bomberos con una escalera no muy larga para bajarlo.
María... - ¿Qué le dices al oído?.
- Cosas que no te voy a decir porque no debo -, contesta presumida, del mismo modo que lo harían sus hermanas algo mayores.
- ¿Entiende el gato lo que le dices?-...
- ¡ Claro que lo entiende!-, por eso obedece y está muy quieto.
-¿Y él te habla?-.
- Eso no te lo voy a decir. Es un secreto entre el gato y yo-.
Su sonrisa, con cierto toque de ironía, me ha puesto muy nervioso.
-Adios, María - le digo al marchar.
No hay respuesta.
Mientras camino, voy pensando si en alguna ocasión, llegué a susurrarle a mi gallina; más los recuerdos no acuden, hace tanto y tanto tiempo de aquello....

BOFETADAS