miércoles, 4 de agosto de 2010
LA TASCA DE MI PUEBLO.
En mi pueblo hay una tasca, bien pudiera considerarse un bar pero, nada más entrar, de das cuenta de que es una tasca. Tiene cuatro mesas recias, como recias son las banquetas que las rodean. Pegados a la pared izquierda, tres barriles que en otros tiempo guardaron vino. En lo alto dos tiras de pegamento para atrapar las moscas y una única bombilla, que al encenderla da una luz tibia, mortecina, casi opaca a causa de la basura que las moscas han dejado sobre su superficie. Un pequeño mostrador en otro tiempo barnizado y detrás, en la pared, restos de un antiguo calendario que pervive porque, a duras penas, todavía muestra el rostro de la Macarena y al lado, otro actualizado. El suelo, como no podía ser de otra manera, cubierto de serrín.
Al frente de la tasca la María, de edad indefinida, entre cincuenta y setenta años. Ya lleva unos cuantos viuda desde que su marido, empeñado en arreglar el tejado del bar un día de lluvia, en un momento de reloj, sus pies no encontraron apoyo, su pecho resbaló sobre las tejas y aunque la altura no era considerable, lo que tenía que suceder sucedió y palmó sin articular palabra, ni cuando iba por el aire, subraya doña Edelmira.
María abre muy temprano la tasca, antes de que las gentes vayan a las labores del campo, para que tomen café y la copa de orujo "de casa" que así lo nombran. -María, anótamelo-, dice Tomás cuando abandona el local.
Una vez han marchado todos, María limpia lo poco que tiene, cambia el serrín, pasa un trapo húmedo por las mesas, mira el calendario y suspira. La soledad no es buena compañera, mientras coge la labor que está haciendo a punto de cruz, a la espera de que sobre las cuatro de la tarde se le llene el chabolo de parroquianos, buena y noble gente y al lado de la carcomida barra la inseparable y vieja, Palencia, una perra que de ese modo bautizó su marido cuando la trajo, cansado de que todos los perros de la aldea se llamasen León aunque apenas levantasen un palmo del suelo.
Cerca de las cuatro, como una rutina, sin que se pongan de acuerdo, los hombres van acudiendo a la tasca y lo hacen por diferentes caminos, como cuando se busca a alguien que se ha perdido, en abanico. Unos en grupos y otros en soledad rumiando la mala racha que lleva la cosecha.
En el bar, van ocupando las mesas que siempre ocupan, igual sucede con las banquetas. Pegados al mostrador el Indalecio y el Constantino, que no se separan de él hasta que la tienda cierre.
María con la bandeja en lo alto lleva los cafés, brandy, aguardiente para los paisanos. No hace falta que le pidan lo que van a consumir, lo sabe, son tantos años. También sabe que los dos que están pegados a la barra se sirven lo que les viene en gana y a la hora de pagar no dicen la verdad pero, el dinero que va ganando, le llega para malvivir o vivir del todo mal. A qué enfadarse con nadie.
No tardará mucho en escucharse las frases de todos los días; - ¡arrastra, coño, arrastra!. ¿Qué no llevas oros?. Entonces, ¿quién los lleva?. Y al poco: - que te estoy haciendo señas para que no eches el tres, ¡qué no llevo el as y te lo estoy diciendo!..., es que no se puede, no se puede...- Y así, horas y horas hasta que, sobre las dos de la madrugada, tras abonar lo gastado; -María, anota - que dice el Tomás; uno a uno o en parejas van saliendo de la tasca mientras, como si se estuviese en medio de un rosario, una retaíla de "buenas noches María, que descanses", se sucede.
Lejos, en lo alto del pueblo, las mujeres que han permanecido en vela, cuando alguna ve que se apaga la luz de la tasca, avisa al resto y es que sus maridos no tardarán en llegar.
María llega a casa. Bajo la puerta le han echado un sobre que recoge con prontitud, se coloca unas viejas gafas y a duras penas lee: A doña María Pérez Ángueda: Se le concede un plazo de quince días contados a partir del día de la fecha, para que abandone el local sito en...., dado que la zona ha sido expropiada, según Orden núme.... de fecha 10 de marzo de... Los ojos ya no pueden continuar porque las lágrimas no se lo permiten. La única y miserable vida que le va quedando se la quitan. - Si me habían dicho que no, que también coge la casa del alcalde, pero puestos de acuerdo, la rodearán y al bajar recta, a mi bar no lo tocan...-
Y es hoy, cuando grúas, camiones y obreros rodean el pequeño chabolo para echarlo abajo. María, reparte lo poco que tiene entre sus clientes, mesas, banquetas, bebidas...
No ha transcurrido demasiado tiempo, cuando el Indalecio abandona su puesto, al lado del mostrador, tambaleándose; nadie se fija en él, ni en que se ha bebido casi una botella de orujo; tropieza con las sillas ahora mal colocadas, sale al exterior como un pelele y al poco, el pequeño Julianín, llama la atención de los presentes, al tiempo que señala a lo alto de una de las grúas a donde ha subido el Indalecio. Le gritan, le hacen señas para que baje, incluso los obreros de la carretera se suman a las peticiones. Indalecio saluda, se siente importante porque todos le suplican, se siente libre y cuando menos lo esperan, pierde el equilibrio pero se sujeta porque las manos le responden.
El alcalde, el constructor le gritan con ganas, todos alzan la voz. Él escucha murmullos incomprensible, es mucha la altura y al poco dice al alcalde: - Si le tiras la tasca a la María, yo me tiro- y repite: Si le tiras la...
Un cuerpo va cayendo, un gran silencio, un golpe seco sacude el polvo del camino.
Días más tarde, María abre la puerta de su casa. Sobre el suelo un sobre que abre y lee, a través de unas viejas gafas, por las que apenas ve: - Distinguida señora. En relación a la construcción de una carretera por el lugar en que iba a discurrir y que afectaba a su bar, se ha llegado a la conclusión de que apenas sería de utilidad. Por medio de la presente se le comunica, que la Orden número..., de fecha..., ha sido anulada y quedando por tanto, sin valor alguno.
Dios guarde a Vd. mcuhos años.
Dedicado a todos aquellos que han caído de las grúas, porque verán los cielos tras besar la tierra.