domingo, 12 de febrero de 2012
MARGARITA SE LLAMA MI AMOR...
Margarita, de edad indefinida, sueña a diario que camina a pasos cortos por la calle Real. Empuja una silla-góndola que en su interior, arropado, muy arropado, suspira y sueña un muñeco de cartón. Margarita al pasar ante los escaparates y verse reflejada, se retoca la ropa, introduce los dedos en el pelo pajizo para ondearlo, darle volúmen y es que mojado tal como lo lleva, se le aplasta en la cabeza, en la frente e incluso le chorrea a la altura de las orejas. A Marga tal como gusta que le llamen, le murió la madre por culpa de la explosión de una bomba que lanzó un avión, cuando la mujer corría hacia el refugio. A la niña no le pasó nada y allí quedó llorando al lado de la madre sin que la gente que pasaba, le prestase la más mínima atención. Los llantos de la niña penetraron con fuerza en los oídos de un vagabundo que apenado la llevó a su casa, mojó un trapo en leche del que la niña mamaba y de ese modo consiguió que, calmara el llanto y fuese poco a poco creciendo.
Pensó entregar la niña en el ayuntamiento pero, había tal follón en su interior, tantas prisas en entregar y recibir documentos que el vagabundo pensó y pensó bien, que si la dejaba allí, la perdería de nuevo. En los juzgados a donde se dirigió, otro tanto. El ir y venir de la gente era constante en medio de tropezones; el olor a sudor mareaba, la gente caminaba con legajos bajo el brazo, es como si el fin del mundo estuviese próximo y todos quisieran borrar sus antecedentes. Un hombre menudo, gafas con cristales muy gruesos que una nariz afilada sostenía a duras penas, dio al vagabundo un impreso al que previamente había puesto un sello a tinta color violeta tal como se llevaba entonces, al tiempo que le decía: -Rellénelo, que sea legible y quédeselo-. Entonces supo, que aquel hombre menudo y desgarbado, le había regalado la niña, le había hecho padre.
A partir de ese momento el mendigo, una buena persona que había sido herido de consideración en la guerra de Alhucemas, curado en un hospital de Málaga, prometió que velaría por la niña, que nunca le faltaría nada de nada y si algún día conseguía mucho dinero, ella sería su heredera. Esto último, jamás llegaría. En casa del pobre, trabajo y miseria que así lo quiere el Señor.
Como no pudo arreglar la pensión por sus heridas de guerra, marchó a Madrid con intención de aprender el oficio de carterista, más debido al grosor de sus dedos que daban el cante, no le quedó más remedio que dejarlo y dedicarse a implorar la bondad de los paseantes en busca de alguna limosna. Alguno, sobre todo los que iban trajeados, le dejaban una perra chica por lo que al cabo del día podía conseguir unas cuatro después de penar y sentir como el frío el entraba por todos los agujeros de la chaqueta. Con más hambre que el caballero de la novela "El lazarillo de Tormes", no le quedó más remedio que dejar a la niña, a su hija, en la Casa Cuna allá por la Puente de Toledo y allí, poco a poco se fue haciendo mujer en un rincón de la gran sala, sin oficio ni beneficio mirando continuamente una estampa que colgaba de la pared en la que un barco, navegaba a todo trapo haciendo millas y millas de papel. Cuantas y cuantas navegaciones hizo la niña en aquel velero.
Con catorce años le abren el gran portón, una monja le señala donde queda el centro de la ciudad al tiempo que le da un pequeño empujón en la espalda. El llanto y la niña comienzan a caminar mientras sostiene en la mano derecha el papel que le entregó su padre pero que no lo sabe leer. En la calle Mayor, una dama después de preguntarle por sus circunstancias le dice con suavidad, si quiere servir en su casa a jornada completa, la niña afirma y al poco ambas suben escaleras y escaleras porque es un sexto sin ascensor.
El hambre se pasea del brazo del horror por toda la ciudad. Los espabilados viven del estraperlo, los chulos de su oficio, los guardias de sus multas, los curas de sus misas y entierros, los políticos de si mismos y el resto las pasa mal muy mal.
Margarita trabaja en casa de un empleado del ayuntamiento venido a menos. Hace un tiempo, tras el quinto hijo, la mujer quedó muy delicada para todo, menos para darle al pico y comer continuamente. Además en la casa, apenas entran unas monedas cada mes aunque la dama va al mercado día tras día y ahora con más razón porque, mientras ella habla con el tendero, la niña le va afanando algunos artículos que llegados a casa, todos celebran y más el funcionario de extrema delgadez.
Frente la casa en que vive Margarita, un colmado que no fía a esa familia. En él, trabaja un joven que poco a poco con miradas, con gestos elegantes debidamente estudiados, con suspiros, se va haciendo amigo de la niña y tanto la ama, que sin que se entere su jefe, le va pasando un trozo de queso, unos chorizos, habichuelas, garbanzos y de vez en cuando un poco de jamón que nunca a llega a casa del funcionario. Un día el joven dice a Margarita:- Si me enseñas una teta te traigo una tableta de membrillo-. Ella dice que si y es que el hambre es mal consejero. De ese modo, aumentando poco a poco el género, sucede lo que tenía que suceder y ella incauta, esperando día tras día a que el supuesto amante, le traiga el tan prometido queso de bola.
El funcionario, la esposa y Margarita encantados por tanta comida. El chaval de la tienda, ya ni te digo.
El paso del tiempo entristece a la niña, lo que le sucede no es vida y es que careciendo de luces, de vez en cuando alguna se le iluminaba y trabajar para los vagos, como que no y además el chaval del colmado, quería emplearla en una casa de citas. Intentaría encontrar a su padre. Pide ayuda al funcionario y al cabo de un tiempo conocen que el padre putativo de Margarita, trabaja en los Arsenales de El Ferrol del Caudillo.
Con el billete del tren correo asido con fuerza y tras veinticuatro horas de vaivenes, de paradas interminables, de ver como él tren tenía que esperar en vías muertas que otros más veloces pasaran, llega a la Estación de El Ferrol y allí su padre que el funcionario había tenido la delicadeza de avisar y no era para menos tras el hambre que les quitó la jovencita.En el andén nervioso, con la seriedad que requiere el momento, la espera. Desde la puerta del vagón mira a su progenitor, al poco, se abrazán y ambos lloran. No transcurre mucho tiempo, cuando cruzan Sánchez de Aguilera y caminan hacia el Crucero de Canido en donde el hombre vive en una pequeña chabola que con paciencia ha construído con pequeñas tablas, bidones de aceite aplastados y unos clavos que ha conseguido sacar del Arsenal metidos en el interior de las botas, debido a los cacheos en las puertas.
Pronto llegará la tan celebrada festividad de Reyes. Días antes el padre le había preguntado que le gustaría que le regalase y ella había respondido que una muñeca y una silla. La niña que no es tan niña, ya tiene veinte años no le cuadra una muñeca, piensa su padre. Ella insiste. El hombre se da cuenta que ese día, es el más feliz para los niños, para todas las personas y Margarita, también se lo merece, tantas que ha pasado en la vida.
Al otro día, en una esquina de la chabola, una silla-góndola. La niña-mujer la mira, la rodea, toca suavemente con las llemas de los dedos la tela, se agacha y acaricia las ruedas; del interior del cochecito separa unas sábanas bordadas y allí aparece brillante, toma la gran muñeca de cartón entre sus brazos, la mueve suave para no lastimarla, le cuenta los dedos de las manos, le cuenta los dedos de los pies, mira si las orejas son iguales, le mira el color de los ojos, suavemente pasa los dedos por la nariz, la acerca y le da un beso en la boca. Su padre al otro lado la contempla, jamás la ha visto tan feliz. La niña se arregla como si fuese domingo, baja la calle de san Diego, a la altura de Capitanía gira hacia la calle Real y por ella pasea como una dama.
De vez en cuando se para, se ondula el cabello tomando como espejos los escaparates de las tiendas, tropieza con un grupo de marineros que charlan animados. Uno de ellos clava los ojos en los de la muchacha. Sin pedir permiso se coloca a su lado y al poco caminan juntos. El muchacho no habla mucho y ella, de vez en cuando, suelta el inicio de una risa del todo boba quizás debido al nerviosismo. Han llegado al parque municipal y por él pasean, se miran, el le toca una mano, ella le sonríe. No muy tarde se despiden, él con un saludo militar, ella con un ¡ay! profundo que le sale del alma.
Margarita y Juan el marinero se siguen viendo día a día. Caminan en silencio, de vez en cuando sus miradas chocan, él se pone colorado, ella suelta un ¡ay! profundo que le sale del alma. Suelen volver sobre sus pasos al llegar al Correo Gallego pero hoy, continúan por san Francisco, el Puerto, rodean Copacabana. Ella llega muy tarde a casa, su padre le riñe. Él llega tarde al barco, le castigan por lo que, durante quince días, estará sin salir a la calle. En la distancia ambos suspiran y es el padre, que trabaja en el Arsenal, quien hace de recadero de la pareja.
El tiempo todo lo pone en su lugar. Al joven lo pone en Huesca licenciado y la pobre Margarita en un rincón aguantando su embarazo.
Hoy, presumida, camina por la calle Real. Al llegar a la altura de los escaparates se coloca bien el pelo, lo ondula. Se ve guapa, se siente muy guapa con ese rubor en las mejillas y se quiere. Margarita empuja una silla-góndola suavemente como para no lastimarla. De su interior, de vez en cuando, se escucha el llanto de un recién y es entonces cuando la madre mueve la silla arriba, abajo a compás. Al poco, silencio. Mira al frente, camina. En el reloj de la puerta del Dique suenan las seis de la tarde.
A veces, muchas veces, la vida reparte alegrías entre los humildes.
A todas las Margaritas que en el mundo han sido.