sábado, 6 de agosto de 2011

VIVENCIAS Y DOS.






Con seis años aparecí en Ferrol, ciudad marinera que entonces disfrutaba de 4 días de sol y 361 de lluvia.  Vivía con mis padres en la Puerta de Canido, cercanos a descampados sembrados de coles, magnífico lugar para esconder y entretener a los niños que jugaban a bandidos. Era una barriada de marinos que apenas se enteraban del comportamiento de sus "niños" a causa de sus constantes navegaciones.  Un conserje barrigudo en exceso, que a la mínima extraía y mostraba su ancho cinturón de cuero, hacía las veces de enseñante y al igual que los buenos maestros de entonces, sus cabreos eran apoteósicos pero no causaban daño.  Ello permitía a nuestras tutoras confiarse en sus labores, sin tener que estar asomándose constantemente a la ventana para ver si el niño hacía una trastada.  Había otro conserje al que bautizamos como Bamba por la mucha pachorra que se gastaba.  Caminaba lentamente, siempre por las aceras, lo que nos permitía escapar a media marcha tras una travesura, jamás atravesó alguna de las enormes plazoletas que había entre los edificios.  Plazoleta para todo tipo de  juegos, prohibida la pelota y ese era un motivo para que los conserjes anduviesen tras nosotros a la greña, por el poco caso que les hacíamos. Entre juegos de todo tipo, cines, charlas en el interior de cualquier portal y como no la niñas,  fuimos creciendo mientras a escondidas nos mirábamos detenidamente la entrepierna esperando apareciese algún mínimo pelillo, que de eso se trataba. Teníamos unos once años.
La Malata, al borde de la ría de Ferrol fue nuestra segunda casa.  Los mayores que les decíamos cuando tenían 18 o 20 años, nos permitían estar con ellos, escuchar sus conversaciones, conversacions que no aparecían en las novelas de Corín Tellado, que alguna leí.  Jugábamos con ellos al frontón al lado del túnel, juego que luego practiqué a diario con otros compañeros en el Instituto. Nos bañábamos desnudos que no era plan llegar con el bañador mojado a casa.  Nos duchábamos en un manantial, con el agua helada que corría libre que  en el interior del túnel de ferrocarril, a fin de quitar del cuerpo el salitre y es que las madres, quizás puestas de acuerdo, a la llegada a casa, nos tocaban con la punta de la lengua en busca de aquel sabor a sal que la mar deja, que nos hiciera de inmediato,  merecedores de un castigo.  El peor, quedarme una hora en casa sin salir, pero también, le había cogido la aguja de marear, unos besos, un te quiero, la madre se derrumbaba, el castigo finalizaba. Con siete años nadaba como un pez.  Si no llego aprender por mi cuenta y riesgo, hoy no sabría flotar, tanto era el temor de aquellas mujeres a las muertes por ahogamiento.  La primera vez que mi madre me vio nadar, se llevó un buen sustó al ver que me alejaba de la orilla y otro se llevó cuando subiendo de la Plaza de España a Canido, vio bajar a gran velocidad,  pedaleando por la cuesta, un loco en bicicleta, sin las manos en el manillar, derecho en el sillín como si fuese a caballo. ¿No serías tú?- me dijo.  La luz se le encendió. Terminó con varios "estáis locos", " que me vais a matar el día menos pensado".
En la Malata lo aprendimos todo, también a navegar a vela con unos pocos años.  Los niños, suele suceder, aprenden muy pronto lo que les interesa y así era.  No tanto con aquellos libros aburridos, sin una triste estampa o fototografía en medio de sus páginas, llenos de fechas, de nombres.  Entonces, ante ellos, mi mente se iba a la calle, pensando en la manera de conseguir metal para vender al chatarrero y de ese modo poder fumar tabaco rubio e ir al cine una, dos e incluso tres veces cada día.  ¿Muy tarde llegas hoy?. - Si, mamá, el profesor que se empleñó en explicarnos unos teoremas.  Ese día no había pisado el colegío.
Antes de crecer, es decir, antes de llegar a los catorce años, seguíamos siendo niños.  Esperábamos a unos chavales que venían desde Serántes en unos carros de madera cargados de piñas  para encender las cocinas. La mercancía la vendían pronto y una vez vacío el carro, a él subíamos los más decididos en el inicio de la calle de la Tierra y a una gran velocidad, bajábamos aquella inclinada cuesta hasta llegar a los Cantones.  Era fantástico todo aquello.  No lo era tanto, tener que empujar de nuevo el carro hasta Canido para volver a bajar en medio de grandes gritos porque el artilugio daba la impresión que se iba romper y gritos en las aceras de las personas mayores afeándonos aquella conducta.  Siempre nos afeaban conductas, como si ellos fuesen un ejemplo de virtud.  Hay que decir a todo esto, que apenas circulaban automóviles.  Jugábamos a la pelota en cualquier calle y al divisar un coche allá a lo lejos, deteníamos el juego y pacientes esperábamos que siguiese su camino y nos dejara el "campo" libre.  Parábamos de jugar para luego emprender feroz huída, cuando el rostro de un Municipal asomaba, sobretodo aquel llamado Santana.  Los conocíamos todos.
Se diría que éramos hijos de la calle y la calle nos amparaba.  Fue una forma de crecer libre sin molestar a nadie lo más mínimo, que en educación, sobresalíamos.
Y libre seguí creciendo en el Instituto después de haber pasado por la locura, llevada al máximo extremo, de una  terrible Academia.  Es cierto que en el Insti descubrí el cielo con todos sus serafines tocándome una balada.  Era magnífico, podías faltar a todas las clases y tan sólo teníamos que acercarnos el sábado por la mañana a la oficina del bedel Juanas, tomar de una caja nuestras tarjetas con las faltas de asistencia a clase, que sobre las once el hombre,  echaba al correo.
Falsifiqué eso y más. Mostraba fantásticas notas en casa. Las volvía a su primitivo estado a base de borrar con lejía mezclada con agua.  Firma de mis padres, firma de profesores falsificadas tan perfectas, que ni se enteraban. Falsificaba también, como es lógico, las de mis compañeros de correrías.
En una ocasión, el profesor de literatura, después de pasar lista si hallarme como siempre sucedía en clase, preguntó que me ocurría. Un simpático, luego me enteré, le dijo que tenía leucemia.  El bueno del director que llama a mi madre. Que le dice es una enfermadad muy mala pero con la ayuda de dios su hijo saldrá adelante.  Mi madre le pregunta qué enfermedad. El hombre que le larga lo de la leucemia. Con el tiempo recordándolo, nos reímaos todos en casa,  pero se que aquello hizo llorar a la mujer que más he querido.
Aclaro, que en verano me rompía el alma y estudiaba hasta en la playa.  En septiembre pasaba el curso.
Quizás aquello fuese una desviación de comportamiento el no estudiar bajo la lluvia y si en verano.  Una vez un profesor me dijo que no estaba bien formado. ¿En qué sentido?- le pregunté altanero.  Me echó de clase.  Esas eran sus explicaciones.  En otra ocasión me preguntó en clase qué hacía, le contesté que estaba pensando; la clase se rió, aquello le produjo una inmensa herida, me breó a palos. Esa era su enseñanza.  Así todos los días.
No quiero olvidarme de la zapatería "El Cubano" que así rezaba el cartel pintado en negro sobre la puerta del trabajo, un lugar pequeño en donde solían laborar unas cinco personas.  Descalzo sobre un periódico, Jesus solía dibujarme el contorno de los pies y a partir de ahí, me hacía aquellos zapatos de "encarga" que le llamaban, zapatos duros, a prueba de patear piedras y cualquier caldero que apareciese en el camino.  No quiero olvidarlos porque he pasado muchas horas en medio de ellos tomando parte en sus conversaciones, escuchando atento los consejos del viejo Lito, amante de los pájaros que también me gustaban, a pesar de caminar siempre con un tirachinas en el bolsillo del pantalón.  Nunca maté alguno y un día que  lancé una piedra a unos cables, que  vi como había acertado al pájaro, que lo vi caer, que lo cogí temeroso, que le eché aliento mientras lo sostenía entre mis manos  caminando a un recado y cuando al pasar un buen rato el pájaro dió señales de vida, me sentí la persona más feliz del mundo.  Le di tantos besos, lo acaricié tanto que cuando abrí la mano, el pajarillo quedó quieto y tuve que echarlo al aire para que volase libre. A lo que íbamos.  Aquellos zapatos del Cubano eran irrompibles.  Primorosos me los dejaba mi madre el domingo pero por semana, jugaban al futbol en cualquier terreno enfangado, sobretodo en Baterías y que luego lavaba en Copacabana con agua salada que los dejaba relucientes hasta que, una vez secos, el salitre asomaba. Eran eternos, me decían que la suela era de rueda de avión. Ni lo se.
Y aquella bicicleta verde con barra que alquilaba en el taller de Ricardo.  Una maravilla porque todos la cuidábamos.  Solíamos alquilar bicis parar ir a La Cabana a sustraer un poco de fruta y digo La Cabana porque a donde íbamos, no había vigilancia alguna.  Infinitos dolores de barriga por comerla verde y verdes las nueces que bajábamos de unos árboles que había delante del cuartel del ejército de Canido.  A las nueces verdes, se les limaba la capa exterior, arrastrándolas sobre paredes granuladas.  Los dedos y las manos quedaban tintados, feos, durante una larga temporada.  El premio, la carne fresca de la joven  nuez todavía sin hacer, de un blanco purísimo, que metida en un trozo de pan se llevada a la boca.  Temblores me entran al recordarlo.  Si podéis probarlas un día tal como os digo pero ojo, el precio es muy caro y es que el color oscuro verdoso de las manos no salían con lejía ni con Netol.  Hoy hay guantes.
Las nueces se bajaban lanzando al árbol unos palos de unos 70 cms.  Por aquel entonces, en la Puerta de Canido había dos quioscos conocidos como el "grande" y el "pequeño" debido a sus tamaños.  En el "pequeño" vivía permanente un hombre llegado de una aldea, lo digo por el habla.  Le llamábamos el Zoqueiro porque caminaba en principio con zuecas. No pasó mucho tiempo cuando le llegó una novia y allí los dos, en el mínimos espacio de aquel quiosco se arrullaban.  El habitáculo estaba forrado de cinz bajo, dándole sombra un frondoso nogal y cuando entrábamos en temporada de nueces, el palo volaba sin descaso a lo alto.  La caída por lo regular era sobre el alojamiento de la pareja que salían al principio como locos creyendo que aquello se iba al traste.  Con el tiempo hasta creo que se acostumbraron. ¿ O no ?.  Mejor no.
La cabeza de un joven siempre -supongo que a los actuales también-, está en movimiento.  En una ocasión, no se el motivo,  intenté marchar de casa y llegar a Madrid.  Iría por la vía del tren, lo que no contaba era con los túneles que me obligarían a subir montañas.  Lo cierto es que a las once de la noche, en los coches que chocan de los Cantones un guardia civil se colocó a mi lado.  Sólo me dijo: ¡ Pero Chalo, qué eres un crío ! y así, convencido  de que lo era,  me entregó convicto a mi  gran abuelo. Lo que me perdió o no, fue dejar sobre la mesilla de noche una carta despidiéndome hasta algún día.  Qué poca cabeza, pienso hoy. Quizás fuese tanto cine, aunque pensándolo bien, no es que en la acualidad mi cerebro rija como muchos laureados desearían.  Voy por libre.
No quiero terminar sin decir a nuestro favor, que respetábamos a los mayores, a todo el mundo.  Que cualquier persona podía contar con nosotros para hacerle algún tipo de recado, que aguantábamos los críos como si fuesen nuestros hermanos, que asistíamos los domingos a misa, que nadie tomó algo que no le perteneciese.  Lo prometo.  Es cierto que con diez años fumaba pero tuvieron que pasar más de cincuenta  para darme cuenta que el tabaco no es cosa buena aunque sigo pensando que es fantásico para las esperas, para matar el aburrimiento, para no permitir que los nervios salgan al exterior, para ver como esas voluptas de humo van saliendo por nariz y boca.  No me pesa, a lo hecho, pecho.
Alguien habrá notado que no he hablado de niñas.  Podría decir aquello de soy un caballero sin serlo, podría decir tantas cosas, que todos pensaríais que es mentira.  Por eso callo y callaré aunque muchas veces, el silencio tiene vibraciones que hablan.
El silencio de los cementerios no vibra, a no ser que alguien tome una flor prestada de otra tumba y la deje sobre aquella siempre olvidada con su cruz destartalada.
Suelo hacerlo.  Probar.  Queda el alma tan en paz, tan contenta.

En recuerdo a toda la gente y situaciones que me hicieron feliz.  Sucedía muy a menudo.

BOFETADAS