miércoles, 22 de junio de 2011

LA SOMBRILLA









                                                                     Mira que  lo avisé. Que no jugara con la pelota dentro de la casa, que se fuera a la calle, a cualquier rincón de la plazoleta, pero que en casa no lo hiciera y va, cuando menos me lo espero me rompe media vajilla que tantos y tantos sudores me costó conseguir, comprando a don Pablo plato a plato, taza a taza, vaso a vaso.Una vajilla que jamás se había estrenado por termor a que algo rompiese con el uso, que no se la ponía ni a mi madre cuando venía a casa. Y le pregunto que ha pasado y no me responde. Y le señalo el reloj que cuelga en la descolorida pared y él me dice que no se puede fiar de ese trasto que tiene muchos años y por eso no ha ido al colegio. Bien sabe el Señor que ambos, reloj y el niño tienen la misma o parecida edad, mes arriba mes abajo. Mi bendito esposo, que lo sea por muchos años me lo regaló a su regreso de la mina, mina que se cerró porque allí moría mucha gente y apenas se extraía mineral. Me dijo al entregármelo:- Para que cuentes las horas durante mi ausencia- y marchó. Es cierto que comencé a contarlas poco a poco sin apenas separar los ojos de aquella esfera reluciente y unas oscuras agujas que de vez en cuando me obligaban a entornar los ojos del dolor que sentía. Me cansé de mirar el tan terrible paso del tiempo y además mi corazón me decía que no regresaría y así, dejé de contar horas y horas.
Dicen mis comadres, que el hombre es el único animal que no puede permanecer siempre en el mismo lugar, en un libro que leí se dice: en el mismo habitat. Que como los animales necesita moverse continuamente aunque de tarde en tarde aparezca en silencio, me abrace por detrás, me muerda con sumo cuidado la punta de las orejas, me lleve al huerto. He intentado pedirle explicaciones, he intentado por las buenas que se quede en la casa, tras llenarle el vientre con comidas muy sabrosas que devora mientras yo frente por frente, poco a poco mastico una oscuras verduras. De vez en cuando me guiña el ojo, el muy zalamero. Le he dado todo, hasta el dinero que quité de la hucha del niño, que Dios me perdone. Ha sonreído, me ha besado, ha besado mis lágrimas y como cualquier animal desconfiado, mira a una lado y otro para a continuación partir en dirección a las montañas, donde dice que es libre como el aire porque adora la libertad y pienso que será por los años que estuvo metido en la cárcel a donde todos los jueves por la tarde, le llevaba envuelto en una tela, lo poco que tenía y allí se lo entregaba feliz, porque aquella mirada de agradecimiento, aún la conservo en mi interior.
Mi madre siempre me puso sobre aviso, pero jamás detuve el pensamiento para mirarla y hacerle el caso que me pedía. Mi padre, siempre en medio de su permanente enfermedad, asiente con la cabeza a todo, sin tener la menor idea de lo que hablamos y yo, que comenzaba joven a saborear la vida, que todo me sabía a gloria, que no paraba de cantar mientras realizaba el peor de los trabajos en la fábrica de cemento, cansada, aburrida, me casé con el primer hombre que apareció, pero al poco lo perdí mientras caminaba hacia la oscura mina, sin conocer si volvería a verlo de nuevo, tanto era el terror que sentía.
Y ahora, cuando la paz me inunda, cuando mis recuerdos se van apagando, este hijo que acabará conmigo, rompe media vajilla de un pelotazo. Mira que le dije que jugase en la plaza, en cualquier rincón, pero que no molestase a los caminantes ni a las señoras sentadas en los bancos bajo sus hermosas sombrillas. En una ocasión, agachando la cabeza, mirando al suelo, pedí con temor a mi marido que si un día tenía mucho dinero, me comprara una sombrilla blanca, con adornos, hermosa puntilla alrededor y si es posible, con colgantes en cada varilla. No sé si escuchó lo que le decía, afirmó como afirma el cura, cuando en el confesionario le narro mis pecados, ¿pecados?, qué pecados va tener una pobre mujer que se parte el lomo de la mañana a la noche sin apenas descanso. Y mira que le dije que estuviese quieto con la pelota, pero es cabezón como su padre, al menos me lo recuerda. Ojalá encuentre y me vendan las piezas sueltas, quedaba tan bonita en el comedor. Si las venden sueltas las compraré poco a poco, que baratas no son y además, no quiero dejar a deber ni tan siquiera un céntimo. Cada uno en su casa y Dios en la de todos. Hoy ha venido doña Dolores a verme, entra sin llamar, una sonrisa cínica siempre en la cara, picotea aquí y allá lo poco que encuentra, mientras no pierde detalle del interior de los cajones, además, siempre me paga una miseria, es muy avara. Quiere que le lave un montón de ropa, ¿por qué no lo hace más a menudo?, pero no, guarda, guarda y cuando no puede más viene a mi aún sabiendo que tengo la espalda con muchos dolores, que el río no queda a un tiro de piedra, queda demasiado lejos y voy y vengo cargada como una burra a lavarle todo aquello con esmero que es como quiere y bien planchada, que la revisa y nada se le escapa. Y el niño que continúa de aquí para allá con la dichosa pelota, me dan ganas de picársela pero al poco, tendría en medio de sus llantos que comprarle otra y no está el pecunio para ello. No es mal chico pero salió un poco torcido y algo alocado. Su padre un día le compró un montón de libros que usaba para puestos uno sobre otro, llegar al frutero o sentarse cuando cansado miraba al techo, pero al menos estaba tranquilo. El padre no es que sea listo, pero es un buen trabajador, un buen amante -un suspiro-, que la vida en la mina es demasiado dura con tanto derrumbe que se suceden. Ojalá encuentre un buen trabajo por ahí adelante. Ojalá vuelva.
¡ Niño !, que te he dicho mil veces que dejes quieta la pelota en casa. Que te vayas de una santa vez a la placita. ¡Ay!, la placita llena de sombrillas y cochecitos para los recienes. Qué suerte tienen algunas aunque a la larga, el no dar golpe en todo el día, las haga impertinentes porque se les seca el cerebro. Es verdad que puediera sentarme en un banco y despellejar una a una, pero prefiero mi vida aunque por otro lado, lo de trabajar todo el día es un coñazo.
¡Niño, la pelota esa, quieta!.
Ha sido muy gentil el empleado de correos que me entregó un aviso de llegada de un paquete, tiene mucha facilidad de palabra y me ha dicho que pase por las oficinas en horas y días laborables. He ido temprano porque la ansiedad me podía, nunca había recibido paquete alguno, es más, no conocía por dentro la oficina esa. Me entregan un bulto alargado, lo abro nerviosa, el niño que me acompañó arranca el envoltorio con ansia. Qué lo vas a romper, ves con cuidado -le digo-. Mis ojos se abren de par en par, la respiración se me para, los brazos y manos me tiemblan, el cuerpo me tiempla todo, tengo ganas de gritar pero me doy perfecta cuenta del lugar en que me encuentro, es mucha la felicidad que siento al ver ante mi una sombrilla blanca, con puntilla a su alrededor y colgantes en cada varilla. Sobre ella una simple nota: Nunca me olvides. Tu esposo.
Le embarga una gran emoción, la impaciencia le puede, empuja el interior a lo alto y brillante se abre de para en par, ocupando un espacio en el cielo, el objeto que tanto deseaba... Da unos pasos, gira sobre si misma, sonríe, camina con un suave contoneo, la cabeza alta mirando a la distancia, que nunca se ha sentido tan poderosa. Entra en la placita, se exhibe, baja un poco el parasol para que las demás mujeres se enteren bien enteradas quien camina, luego se sienta en un banco, mira a los niños, desplaza con cuidado una pelota que le ha quedado cercana. Después se levanta, camina despacio, entra en casa, lo mira todo con avidez sin perder detalle, ve de nuevo la vajilla incompleta, el niño ahora asustado a su lado, a través de la ventana mira la lejanía. Abraza la foto de su marido con fuerza, mientras los ojos se le van llenando de lágrimas. Al poco llora como nunca lo hizo. Jamás se ha sentido tan sola.
No muy lejos, un mirlo, canta.
El niño quieto, como jamás lo estuvo. Tiene miedo.

BOFETADAS