domingo, 13 de marzo de 2011
RECUERDOS QUE REGRESAN.
Para mucha gente, los mejores años de su juventud, los tuvieron que pasar luchando o sin luchar en cualquiera de las infinitas guerras que hubo, hay y seguirán habiendo en este mundo.
No me sucedió tal. Mis mejores años de juventud los pasé porque así lo decidí, en Mallorca, en una época en que esta hermosa isla comenzaba abrirse al mundo con fuerza pero sin llegar a la actual. Fui uno que quizás por aburrimiento y cansancio del lugar en que me encontraba, acudí a la llamada de la isla, algo que desde hacía algún tiempo, venía remachándome en la parte frontal del cerebro.
Al cabo de un tiempo, no se si con pena o alegría dejé Mallorca a los veinticuatro o veinticinco años; que más da; si con ello me llevaba sus perfumes, sus palabras, millones de recuerdos, noches fantásticas, veladas apoteósicas en medio del monte que recuerdo como si hubiesen sucedido ayer. También me llevé un brazo escayolado, llena su superficie con firmas, nombres, dibujos de las buenas personas que había conocido. No se me hace difícil adaptarme a las formas de vida de otras gentes, de otros pueblos y de ello participo; al poco los conozco y no muy tarde llega el cariño recíproco.
Es cierto que pude quedarme como dibujante con muy buen sueldo en una empresa de Palma, empeñados estaban; pero mis horizontes eran mucho más amplios. Es fácil de entenderlo, mis horizontes eran y son la inmensidad del mar que desde muy pequeño, viviendo en Muros, contemplaba a diario. El puerto me llevaba la vida y si es posible a esa edad tan temprana, el pensamiento. La mar, siempre me ha parecido fantástica y el olor, las luces cambiantes y su sabor a sal, me pueden.
Y ahora, dentro de unos días, regreso de nuevo al pueblo mallorquín que tan feliz me hizo y que sigo recordando. Sus playas, su costa rocosa bajo el faro llena de bañistas y cortada al lado de la montaña, como si un gigante le hubiese hecho un tajo con un alfange. En lo alto de uno de esos montes, desde el que se divisaba el contorno del pueblo de Sóller, vivía, vivíamos en lo que con anterioridad había sido un monasterio. Ignoro si el lugar tenía algo de santidad; al menos a mi no me afectó y hasta sirvió para que un cura, fuera de si, prepotente en sus ideas, sin unos segundos para escucharme, me excomulgara entre grandes gritos y mirada a lo alto. Favor que me hizo.
Por la falda del monte hacia el puerto, una bajada suave llena de casas ocres escalonadas, una carretera pedregosa que discurría por medio de gruesos pinos, techo seguro para las miles de cigarras que en el mas duro verano, no nos dejaban con sus cantos y sinfonías, echar la siesta. El otro lado del monte, como ya dije, un acantilado de más de cincuenta metros de altura y desde lo alto, sentados en un banco corrido de piedra, observábamos la fuerza de los temporales, los campeonatos de pesca submarina, el buceo de los cormoranes y sus persecuciones a los peces por la claridad de las aguas e incluso, a la vecina cercana que tras la ducha, se secaba con una toalla blanca, pegada a la ventana.
Sóller en invierno se convertía en un pueblo con un único cine, uno de esos tristes pueblos que cualquiera pueda recordar. Los hoteles cerraban pero las cafeterías, puntos de reunión permanecían abiertas para el turismo del norte de Europa. Solíamos cantar cuando se llenaba de extrajeros, Lolucho a la guitarra, y en aquella mesa del rincón, al poco, aparecía de todo y todo eran invitaciones de aquella gente que perdían las horas a nuestro lado. Quedaba abierta la tienda de la Madona, una señora muy mayor, muy simpática que junto con su hermana se alegraban de tenernos allí "recogidos" con un enorme bocadillo de anchoas con tomate, contándoles historias y sucesos que ellas aplaudían al tiempo que nos obligaban a comer "que estáis en la edad". La Madona, desinteresadamente me hacía recordar el francés que por falta de práctica se había marchado y que a la llegada del verano, tanto me ayudó a salir del paso. Era una buena mujer, muy agradable que de vez en cuando y sin que nadie se enterase me ponía una cajetilla de tabaco rubio en la mano. Hablábamos mucho, reíamos más. Allá donde se encuentre, la sigo queriendo.
Su sobrina Anita, muy guapa, solía estar también en medio del grupo pero, cuando inaguró un pequeño y lujoso bar llamado "El pirata", se separó de nosotros, nos cobraba igual que a los extranjeros, lo que ignoraba es que a continuación nos íbamos al patio del bar y de allí, le llevábamos unas cuantas coca-colas bajo la ropa, para que al final, el cobro fuese más equitativo. Las bebidas se regalaban, no importaban, era salir de la sensación de saber que nos había timado una mujer que considerábamos "amiga". Luego la olvidamos, no se en que terminaría todo aquello. Si ha conservado el libro de visitas que había a la entrada, unos cuantos dibujos que le dejé, le harán recordarse ahora mayor, de todos aquellos que la apreciábamos.
Si en invierno el pueblo era triste, tanto que nos obligaba a marchar todo el fin de semana para Palma, pero con la llegada del verano, era un hervidero de lo más variopinto, gentes de todas clases y condición porque había algo fantástico en el ambiente, que podías caminar como quisieras, incluso en calzoncillos por la calle que nadie dirá nada ni se te quedarán mirando. Era tiempo en que la señora Elisa se enfundaba la braga del bikini, encendía un enorme puro, su cuerpo negro quemado por el sol, se iba a caminar por las playas, los pechos al viento, casi le llegaban al ombligo, metro y poco de estatura y sobre sus hombros unos ochenta años. También carretera adelante camina Joaquín el enano; no caminaba como el resto, lo hacía calzando en los pies unas enormes aletas de hombre rana que alguien le regaló, que le obligaban a subir mucho las rodillas al tiempo que tenía que separar sus pequeñas piernas para dar cada paso. No entraba en el agua cálida, quizás le tenía temor, simplemente paseaba de ese modo, toda la concha que forma el Puerto de Sóller.
Un vendedor de lotería, nunca supe su nombre, que al recibir dinero en papel, se iba a la fuente, lo lavaba por el asunto de los microbios y sobre ella lo dejaba a secar. Un compañero me comentó, que jamás le había faltado una peseta. Es que había, supongo que seguirá igual, gente muy buena.
Sóller tiene una inmensa y magnífica huerta, muy famosa, en donde se dan todo tipo de vegetales y frutos. La huerta no está cerrada a los caminantes. Una carretera principal la cruza y otras secundarias la van dividiendo. Por ellas puedes transitar y nadie te dirá palabra alguna, si te ve coger un par de naranjas -a la anochecida llenábamos sacos-, manzanas, almendras o lo que fuese, jamás que yo sepa, llamaron la atención, todo lo contrario. En una ocasión, un compañero llegó cabreado y es que le preguntó a un señor si le dejaba coger unas frutas, el hombre le dijo que por supuesto ya que aquellas frutas eran para los cerdos... Palma no importa patata y debido a ello es muy cara. En Alcudia, recogiéndola, pagaban a ochocientas pesetas diarias. Era mucho dinero, por tanto, por el día a las patatas, por la noche fiesta seguida, no había quien nos levantase la voz, nos sentíamos millonarios y así estábamos hasta que el dinero se iba. Claro que fueron mis mejores años de juventud, bueno, los siguientes, tampoco fueron tan malos, fueron muy buenos; todo consiste en tomártelo con tranquilidad y fijarte mucho, como hacían los indios en las películas desde lo alto de la loma. No muy lejos, el 7º de caballería en fila. El de lo alto, siempre tenía ventaja.
Para mi, aquellas vivencias y lugar fueron fantásticos, me permitieron asomarme a la vida, descubrir mundos que antes no había conocido, estar en medio de gente abierta, sin prejuícios, practicar idiomas, chapurretear con la ayuda de un diccionario otros y aquel olor de la primavera que llevo dentro y a veces recuerdo, que subía del mar y se mezclaba con las flores, las chumberas, las madreselvas y los pinos. Cerca, aquella luz que hacía vibrar el color de las fachadas de las casas, que se mezclaba con el verde siempre presente entre ellas.
Y ahora, apenas una semana, espero subir al tren, quiero ir en el tren que tantas veces me traslado de Palma a Sóller con mis pensamientos, de Sóller al Puerto en tranvía y de allí al monte, a Santa Catalina mientras escuchaba las voces de los compañeros contántose lo que habían hecho por la tarde o discutir por cualquier chorrada, casi siempre el futbol era quien formaba parte de los enfados. Y en la radio, emisoras catalanas con música de sardanas, continuamente sardanas de la mañana a la noche.
La última vez que estuve..., ya han corrido unos veinte años. Vivía en Cartagena. El barco en que estaba se hizo a la mar y entre otros lugares tocó Palma. Nada más pisar tierra me fui a la estación y tomé de nuevo el tren de siempre y la dirección de aquel lugar que seguía igual, pero sin las risas de una juventud que día a día lo caminaba, cantaba, nos conocíamos todos y hasta el del quiosco al lado de la Base, nos fiaba los bocadillos y el tabaco sin tan siquiera anotarlo en un papel o una libreta. Nos quería el pueblo, los queríamos. ¡ Si éramos cuatro pelagatos !. En el mismo tranvía regresé triste, para tomar el tren de vuelta a la capital a encontrarme con mi gente y es que en Palma, si la conoces un poco, también hay buena diversión.
Era tiempo en que unos nos apoyábamos a otros. Hubo una persona que en el asunto de comer nos ayudo más que nadie, la madre de Lolucho Fajardo que cuando recibía el aviso de paquete, nos reunía a los amigos y allá nos íbamos a recoger el enorme cajón de comida que nos enviaba su madre Chelo, conocida vendedora de pescado en el mercado de Ferrol. Nos costaba un triunfo meter aquel enorme bulto en el tranvía, mucho más subir doscientas y pico escaleras con él que eran las que habían hasta lo alto del monte. Se abría el cajón y allí...dios, de todo. Cada cual echaba mano de lo que quería, mordiendo apurados, nadie hablaba y si alguien lo hacía la respiración se entrecortaba. La felicidad que nos dejaba la barriga llena por un tiempo, no muy largo. Hasta latas de callos...
Chelo, donde estés, te sigo recordando, no sólo por el hambre que has quitado a unos chavales que éramos, que todo el día estábamos comiendo por tanto ejercicio; sino que, cuando en Ferrol te lo contaba, me decías que te quedaba algo dentro pensando si habías enviado poco. Qué mujer.
Lugar en que me sucedieron miles de aventuras que no son para contar por falta de memoria. La primera de ellas al llegar y descubrir los algarrobos. La señora del carrito en la calle Real al lado de Taca nos la vendía y ahora yo, que tenía la algarroba a mi lado, colganda de unos árboles que había a cientos, que podía coger las que quisiera, me hacía feliz, me parecía estar en el Edén porque había de todo al alcance de todos con tal de que no se rompieran las ramas, no es que lo advirtiesen, pero sabíamos que tenía que ser así. Lo mismo me sucedió la primera vez que me llevaron a una aldea cercana a Tuy. Tenía a mi alcance todos los racimos de uvas del mundo y más, que podía coger lo que quisiera pero pasado un tiempo, dejaron de interesarme. Con la algarroba, al poco, sucedió igual.
Fueron unos años de lo mejor. Ahora bien, de vez en cuando llegaba aquel ramalazo de mi Galicia, de mi Ferrol que me ponía al pairo con esas ganas de llorar, con esa enorme tristeza en el alma que alguien bautizó con "morriña".
Cuando el tren asomaba veloz por Fene, al fondo Ferrol besando su Ría, cómo se enchían los pulmones, como se aceleraba el corazón mientras los nervios afloraban más que nunca. Y el tren, antes veloz, ahora que casi veíamos la casa, caminaba más despacio que nunca -eso era lo que parecía-. Al fondo la estación y siempre, gente esperando o paseando.
Se que Sóller está muy cambiado. En el lugar en que vivíamos han hecho un museo, muchos se han ido, otros serán irreconocibles en el primer momento pero hay algo que permanece, el monte que me cobijó en medio de su espeso pinar, en el que tantas noches me tumbé escuchando la música cálida que llegaba no muy lejana y el mar azul y transparente que tanto he mirado, sin olvidar a mi vecina que después de ducharse, salía a la ventada para secarse con una toalla blanca.
A todos mis buenos amigos y compañeros de la Escuela, que me entregaron su cariño, sus secretos, su alegría que fue mucha. Y como no a Chelo que está en los cielos..