A través de la ventana, las grúas del astillero semejan pajaritas grises de papel que miran al suelo. La mar, ahora en calma, sostiene unos botes agrisados que en ella bailan llevando el ritmo que le marcan las olas. Y allá, en la lejanía cercana, celajes que adornan las montañas bañadas por una lluvia menuda, pulverizada que avanza hacia la ciudad hoy triste. La lluvia suele ser en ocasiones, no muy buena compañera, excepto en Santiago de Compostela en donde se vuelve arte al abrazar la piedra tal como los peregrinos abrazan a su Apóstol. Hasta el canto de las campanas de la Berenguela, tiene otro matiz más servero, como el severo y grave rostro del arzobispo Fonseca en el claustro.
En la calle, hace un buen rato que se han abierto los paraguas. Hace años, recuerdo, eran todos de un color oscuro y hasta la ropa era de ese color, todo triste como la gran procesión de hombres que encorvados y sin apenas hablarse se dirigían a la puerta del astillero en medio de la lluvia. Hoy los paraguas, menos mal, son de múltiples colores, algunos muy vivos que vistos desde lo alto son como setas que crecen esta vez sobre el cemento y no en los bosques otoñales.
Hubo un tiempo, cuando niño, que la lluvia al menos en Ferrol era perpetua. En mi, causaba un desánimo constante ya que los juegos quedaban aparcados y sólo nos quedaba el permanecer en el interior de cualquier portal -todos permanecían abiertos- contando o reinventando historias, mientras en el exterior el chap, chap constante de unos goterones nos iban marcando el tiempo.
Nos quedaban los cines cuyo olor a cacahuete aún lo recuerdo; pero no siempre había dinero, eran malos tiempos para la lírica, para todo. Para hacernos con alguno había que recurrir al padre y a la madre, siempre por separado, que el uno no se enterase de que el otro también nos daba unas monedas, también las hermanas mayores quien las tuviese, solían comportarse bien, los abuelos, empleando la misma técnica que con los padres y, lo más fantástico de todo, las benditas pólizas; siempre nos " pedían " pólizas y más pólizas en el colegio, hasta las había de doce pesetas, lo que suponía el ir al cine seis veces, libretas, libros, lápices..., cualquier material de estudios ayudaba. Vender los libros no compensaba, el chambón de la calle Dolores los pagaba a dos pesetas, era muy poco y además, eran los del curso.
Es cierto que solíamos ir al cine y al salir, siempre la persistente lluvia, siempre menuda o "calabobos",caminábamos al portal cercano para, sentados en las escaleras, comentar lo visto.
Un día, no recuerdo quien, pero alguien trajo la luz al grupo. Todo consistía en caminar por la vía del tren toda la mañana recogiendo trozos de hierro que nunca faltaban, luego pasaba a manos del chatarrero y con el dinero conseguido, dos o tres sesiones de cine y tabaco rubio. Fue fantástico y duró, lo que dura un curso lectivo, cine continuo, tabaco del bueno y si había hambre, algún que otro pastel en el Negrito. A ese primer curso le siguieron otros y volvieron las caminatas incluso bajo la lluvia, las risas, la unión de un grupo que en verano se rompía los codos estudiando para aprobar en septiembre.
No me pesa, en absoluto vivir ese tiempo en plena libertad que encontraba caminando a lo alto de los montes, falsificando notas en un portal, buceando en pleno invierno mejillones en La Malata, caminando por lugares desconocidos que íbamos descubriendo, cogiendo ranas que más tarde se soltaban en la clase de francés y Chimba radiándonos emocionantes partidos de fútbol que inventaba sobre la marcha; en definitiva, vivir a nuestro aire y de verdad, me importa un pimiento que a estas alturas me lo reprueben. Sigo aquí.
A diario suelo caminar temprano unos quilómetros. Sucede que algunos días, después de que ya llevo un buen trayecto aparece la lluvia, se va acercando y me acompaña todo el camino. En vez de odiarla, no me importa, ya metido en cuestiones, hasta me gusta estar en medio de ella sobretodo cuando las gotas resbalan por la nariz y llegan a la comisura de la boca, o te hace entornar los ojos en ocasiones y continúa resbalando al suelo en donde los pasos van sonando a ¡chop!-¡chap!; ¡chop!-¡chap! acompañando la triste canción de la lluvia que lo enamora todo y que al final es capaz de apoderarse de tu alma con la música del MP3 que va sonando.
Y es que hoy, mirando a través del cristal, la lluvia aún continúa, las grúas grises del astillero que semejan pajaritas quietas, pensativas que miran al suelo sumisas. A lo lejos los montes del todo verde parduzco, coquetos ellos, se han colocado un velo de agua fina.
Y la lluvia que no cesa de caer.
Lluvia triste de cementerios.