lunes, 24 de agosto de 2009
... AQUELLOS MONTES QUE ÉL AMABA ...
Antonio, casi por cercanía, podía ser mi vecino. Cuando temprano me dirigía a caminar los montes que él tan bien conocía, lo encontraba barriendo delante de su bar, me daba los buenos días con envidia de mis andainas y continuaba la cabeza gacha, dándole a la escoba, que en limpieza sobresalía.
Antonio anduvo perdido de maqui en sus malos tiempos, huyendo continuamente, asaltando casi a diario a parroquianos para poder comprar viandas y de vez en cuando acudía a la iglesia, no para escuchar misa y si para que el bueno del cura, don Emiliano, le pusiera en antecedentes de como soplaban los vientos por el pueblo y por la capital, que noticias también traían.
Jamás hizo uso, que es lo mismo que disparar, de un viejo revolver "Ona" de la firma Orbea Hermanos -la de las bicicletas- y que en varias ocasiones me mostró y digo varias, porque los viejos, siempre nos estamos repitiendo. La primera vez le pregunté si aquello mohoso funcionaba, no supo decirme y era lógico ya que jamás dispuso de munición alguna, pues sólo pretendía amedrentar a las gentes en las noches de luna y meter miedo en el cuerpo cuando por los caminos procuraba el sustento casi diario, en la soledad de su mundo. En cierta ocasión le presté una película "El bosque animado" basado en una novela de Fernández Florez, a fin de que por unos momentos se sintiese Fendetestas, el desdibujado salteador de caminos. Le gustó tanto, que tuve que hacerle una copia.
Antonio era un pedazo de pan. Un día el cura le acompañó al cuartelillo de la Guardia Civil tras veinte años de vida monacal y al poco, le dijeron regresara a su casa, que nada tenían ya contra él. Se acogió a los beneficios otorgados a las personas del bando republicano y montó con el dinero recibido un pequeño bar en que, desde hacía tiempo, le tirábamos de la lengua para que nos contara sus situaciones vividas, de frío, hambre y huidas de la guardia civil que le seguía continuamente los pasos.
El estar en los montes día a día, te hace percibir los ruidos de otra manera y Antonio al final, junto con sus compañeros antes de que los capturaran, sabían y conocían el significado del menor movimiento aunque fuese una brizna de hierba. En una ocasión estuvieron a punto de arrestarlo, pasaron a menos de dos metros de donde se encontraba tras un árbol; entonces -me dijo- tuve un miedo horrible a que los guardias me descubrieran por el gran ruido que me producían los latidos del corazón. Amaba la libertad por encima de otros bienes y la defendía a muerte que siempre llevaba a su lado, con la güadaña alzada.
Y hoy, en medio de una lluvia menuda, persistente, le acompañé hasta creo, su última vivienda de cemento, sin ventana alguna, sin llave de salida alguna, sin espacio delante para barrer y de espalda a los montes que tanto amaba. Lo dejaron ahí una gente extraña vestida de uniforme gris a los que eché una mano deseando al fin deje de padecer y si cuadra, escriba sus memorias.
No sentí la lluvia y si una emoción muy intensa al tiempo que un vacío en el estómago, como cuando se tiene hambre y lo que nunca le había hecho, ahora se lo estaba haciendo, dándole la espalda, alejándome con la palabra, con miles de palabras en la boca que ya no tendrían contestación al tiempo que una rama de mi cuerpo, cortada, caía al suelo rota.
El cronista se ha ido, hay que cerrar el periódico y aquella voz firme, de cazalla se ha quedado muda para siempre dentro de esa casa oscura de cemento que no tiene puertas. Previamente, un hombre ha colocado una tapa a la entrada de esa casa y con un aparato, rápidamente la ha cerrado a cal y canto, al fin preso, por fin lo han detenido. De nuevo, me encuentro desandando el camino en medio de una gran tristeza, sin oír unas palabras a mi lado que me narrasen de nuevo, el asalto que le hizo a un viejecito y al que finalmente - siendo más pobre que él - tuvo que darle parte de su dinero y comida o el cura que de repente le mostró un pistolón brillante, que le hizo palidecer, que le hizo salir huyendo porque, sintiéndose más poderoso, el cura intentaba confesarlo.
Dicen que cuando en los entierros llueve, son ánimas que lloran la injusticia de una muerte. No se si fue o no fue la suya injusta; todas las muertes son injustas a excepción de las de aquellos, que no tienen otra forma de quitarles su gran sufrimiento o bien en vida, permanecen ya muertas, que sucede. Lo que me duele, en medio del llanto de las ánimas y el mío, es que mi amigo, ha sido enterrado de espaldas a donde se encuentran los montes que tanto amaba y que tan bien conocía.
Por si escuchas mis pensamientos, te seguiré contando historias al tiempo que no olvides contarme las tuyas. Descansa en paz viejo amigo, salteador de caminos sin beneficio alguno.