¿Y ahora qué?, con cuatro hijos
que quedan en la casa hasta que nos echen. ¿Tenías tanta prisa por marchar?.
¿Tanta?. Días atrás, te encontraba muy raro, tu risa, tus bromas con los niños
desparecieron, estabas huraño, alejado de todos, como si el tajo de una navaja
nos hubiera separado. Dejaste de comer, de mirarme, de hablarme, que es lo peor
que puede suceder en un matrimonio.
Madrugabas, apenas un café y a
caminar calles en busca de un maldito empleo, porque pensabas que en casa pasábamos
hambre, y es cierto que no era como antes, sobre todo tú, que nos traías algo
que no siempre encontrabas en los cubos, porque otros, se lo habían llevado
antes, estaban más al tanto me decías y además, funcionaban como cuadrillas de
bandoleros porque más tarde, llenas sus barrigas, el resto lo vendían a otros
necesitados que si podían comprarlos, pero nosotros, de ninguna manera.
Qué gran verdad, que el hambre es
mala consejera, decías tumbado en el viejo sofá mirando al techo, porque en pie
apenas te aguantabas. Yo, intentaba disimular, no quería hacer mío tu
sufrimiento porque entonces, todos, nos derrumbaríamos y los niños, todavía
jugaban entre ellos, sin conocer la causa por la que habíamos dejado de ir al
parque y es que no eras capaz de caminar como el resto de la gente; siempre con
la cabeza gacha, con vergüenza de una culpa que no era, pero que tú la hacías
tuya. Si desde las diez de la mañana hasta las nueve de la noche en que
cerraban los negocios, los ibas recorriendo en busca de conseguir, aunque fuese
el más humillante trabajo. No tuviste culpa de que la mala cabeza del
empresario marchase con el dinero y os dejase tirados en la calle. Venderemos la
maquinaría me decías y cuando llegaron los camiones que habíais contratado para
llevársela, el juzgado se os había adelantado y allí, tan sólo quedaban
cristales rotos tirados por el suelo de la nave. Habíais roto el alma en muchas
ocasiones por defenderlo, por trabajar más incluso en días festivos, para que
el negocio no se fuera a la mierda y un día, cuando menos los esperabais, el
golfo aquel, desapareció con los dineros y la querida; no os dio tiempo a nada.
Me contabas, que locos como estabais, sin poneros de acuerdo comenzasteis a romper los
cristales, piedras y más piedras que volaban hacia ellos sabiendo, que cada
cristal que caía, era más fuerza la que ibais acumulando para comenzar de
nuevo. Todos reíais menos el bueno a Juan que se había hecho un corte profundo
en la muñeca mientras decía, apretándola con un pañuelo, que os sería fácil comenzar
de nuevo, conocimientos había y la voluntad que no falte. Además, el sindicato
tomaría medidas y dadas las circunstancias, os pondría en cabeza para el
próximo “curro”.
Los primeros días, no se
diferenciaban de los anteriores. En casa
había un poco de dinero para ir tirando y en el sindicado, les habían dicho que
seguirían teniendo una ayuda hasta que apareciese un nuevo trabajo: -No
preocuparos, compañeros, nosotros estamos a vuestro lado, conocemos vuestras
circunstancias y las hacemos nuestras-. Y salisteis todos contentos, alguno
silbaba, creo recordar que Ramón. Ramón se conocía donde estaba porque todo el
día se lo pasaba silbando, por lo regular, canciones del sur, incluso flamencas
a pesar de que era gallego de pura cepa, que se dice. La Rocío Jurado le podía y hasta había
prometido a la parienta que si un día venía al pueblo a cantar, la llevaría a
la primera fila. Tú, también me lo
habías prometido y yo te pregunté, ¿costará mucho dinero?. Respondiste que
ahora que los negocios van muy bien, que todo está como el jefe quiere y
nosotros también, puede ser que un día de estos nos aumente el sueldo. Fue lo
que dijo en la última reunión, que la fábrica era de todos aunque él la
manejase y no a su antojo, sino que, confiaba en vosotros y aquellos, dijiste,
te llenó de orgullo y porque no, a mi también que me sentí parte de la
fábrica. El jefe que hacía vida
independiente, vamos, que no se acordaba de la mujer, me enviaba por ti su
ropa, para que le pasara una plancha, le lavara unas camisas y aparejara los
calcetines. Lo hacía de buena gana y es que en bolsillo de cualquier prenda,
siempre metía una billete que, creas o no, servía para darnos un capricho, unos
helados para los niños, tabaco rubio para ti y de tarde en tarde, ahorrando
céntimo a céntimo, yo podía caminar como
una reina y tú eras mi paje, y un día me regalaste un prendedor como de acero y
oro y yo altanera, sacaba pecho para que aquella lata se viese más y a poco,
abrazados, reíamos porque la vida estaba de nuestro lado.
Sentí pena cuando a López, aquel
larguirucho, que apenas hablaba con la gente, una máquina le llevó dos dedos,
índice y mayor. Sentí mucha pena porque
el jefe, siempre tan al lado de su gente, sólo le dijo: -Ahora ya no me sirves-
. Se lo dijo de tal modo, que cuando me lo contabas, me daban ganas de salir,
encontrarme con él y cantarle las cuarenta, ¿toda la vida sirviéndole y ahora
que ya no le sirve?. ¿De guardián?, ¿de portero?, ¿ya no había sitio para
él?. Entonces lloré por el bueno de
López y dije a mi esposo, que no recogiese más ropa del jefe, que nos hacían
falta esas monedas que seguramente provenían de algún negocio sucio?. ¿Negocio
sucio?, te extrañaste y yo, para salir del paso te contesté, es que a lo mejor
anda vendiendo droga. Reímos pero en el
alma tenía clavados los dedos del compañero de mi marido.
Algo nos ayudaron los del
sindicato pero no como habían prometido.
Al principio nos entregaban algún dinero y muchos –ánimos, pero poco a
poco, como no levantábamos cabeza, ellos tampoco la levantaban de la circular
que tenían sobre la mesa y con buenas maneras nos decían que no contaban con la
crisis, que la crisis los había partido por la mitad, que el dinero no llegaba
y ellos no eran dioses. Tiene narices, comunistas
que se decían pero también reconocían que les gustaría se dioses.
Quienes primero lo sintieron,
fueron los niños al tener que abandonar el colegio, luego el carnicero que dejó
de fiarles, el del colmado también que me acompaño hasta la puerta dándome
golpecitos de ánimo, con la mano en mi espalda. Desesperada, acudí al cura, a
don Benjamín que tanto me quería cuando iba a su catecismo. Buenas palabras, paciencia y rezo a
Dios. Mientras hablaba se fue acercando
a una pequeña caja fuerte, por eso le sonreía tanto y a todo le decía que sí
con alegría, pero, cuando siguió de largo, no esperé más, me di media vuelta y
ya en la calle aspiré el aire con ganas que al menos, de momento, nadie me lo
iba quitar.
Aquella tarde, supe que algo iba
ocurrir y ocurrió. De madrugada llegaste a casa con la cabeza llena de vendas.
Había manchas de sangre en tu chaqueta y en el pantalón. Te habían liado, te habías liado y tuviste
que ir de macho a una manifestación que no te iba ni te venía y, como macho,
tuviste que enfrentarte en soledad contra aquellos policías porque desde atrás,
los cobardes te jaleaban. El primer golpe casi te arranca una oreja y el
segundo, con la cabeza abierta te dejó sin sentido. Después te enteraste que te arrastraron y te llevaron en un coche, que en una
comisaría te hicieron fotos y te hicieron firmar no sabes donde porque estabas
con la conciencia en los pies y chulo, con el poco sentido que tenías pediste
un abogado y al poco, una porra manejada con saña se clavó en tu estómago, era
la de aquel que en la refriega le cortaste el rostro con la pequeña navaja que
llevabas. Y nosotros en casa
esperándote, contando las horas en principio, los minutos eternos después,
hasta se me dio por pensar que te habían cogido para descargar camiones en el
mercado, lo pensaba, para espantar el dolor que tenía en aquellos momentos.
¡Dios, que jodida es la vida para quien nada tiene!.
Y ayer, que me pides ropa nueva,
que te vistes poco a poco, sin prisas mientras te miro. Que pienso que buscará un trabajo,
cualquiera, no importa de qué, que nos permita comprar un poco de pan. Que
besas a los niños como jamás los has besado, que me besas a mí como jamás me
has besado, que en la puerta de salida te vuelves y miras en el interior de la
casa lo poco que tenemos, que suspiras profundamente, te das la vuelta y
comienzas a bajar escaleras y yo te
miro, y el corazón me da un vuelco y te quiero retener y no puedo.
No escuché el disparo. Tumbada en
la cama mirando la lámpara me sentía sin fuerzas, algún niño gritaba pero no
era capaz de mandarle callar. Luego me lo dijeron, en medio de la calle caíste.
Un gran charco de sangre iba rodeando tu cuerpo como si al momento hubiesen
crecido cientos de amapolas en el cemento, tu rostro al sol, tus brazos separados esperando un
abrazo. Eso me dijeron.
No grité, únicamente maldecía al
mundo y a un dios injusto que se ceba con los pobres. Los hijos temerosos me
acompañaban sin entender lo que en verdad sucedía que yo sí conocía; a partir
de ese momento, éramos todavía más pobres aunque cuando te enterrábamos las gentes
me decía que Dios proveerá, hay que ser fuerte, cuida a tus niños, te
queremos… Frases que al poco se
convirtieron en conversaciones o risas.
Entonces, terminado aquello,
quedé en la soledad más absoluta. Miré
para los niños y ellos ya miraban para mi esperando una respuesta, unas
caricias, unos te quiero.
Los miré como nunca los había
mirado, me sentí hundida, terminada, como si estuviera de más en la vida. De mis labios, sólo salió: - ¿Y ahora qué.?.
Pero sucedió, que al poco y no muy lejos, el sonido de un disparo dejó estáticos a los que caminaban. Todos dejaron de caminar dirigiendo la vista hacia donde había sonado. Pasados unos segundo otra pistola que habla y otra y otra más. La sangre corre hacia las alcantarillas. Los vivos escuchan temerosos aquellas ráfagas, se acostumbran al ruido, no les va asustanto el color de la sangre. Hay algo en el aire que les obliga a quitarse la vida y lo mismo sucede en los aviones, los buques que trasladan personas de un punto a otro, no se sabe cómo pero todos consiguen pistolas. Una pareja en la pista de baile acaban con sus vidas al unísono, poco antes se había dicho que de nuevo se encontrarían en el jardín de Abhalatus, con el que siempre han soñado pero ignoran si en verdad existe. Las armas trabajan día y noche, aquí no se salva ni dios que alguien dijo. Cadáveres y más cadáveres colocados en todas las posiciones imaginables e inimaginables ocupan las aceras y las calzadas. Nadie camina, todo es silencio; de vez en cuanto una amatralladora tabletea pero al instante queda en silencio.
Mis hijos me abrazan con fuerza, cerca una pistola que tiene balas en el tambor. Las manos me tiemblan pero no quiero que sufran ahora que ya no queda nada. Armo el revolver, apunto a la mayor, disparo. Estoy ciega de dolor, los hijos han quedado en el suelo rodeándome. Pongo el cañón caliente en lo que creo que es la sien. La mano no me tiembla, tiro del gatillo y tan sólo escucho un clic. Sigo y sigo y los clics se repiten. Tiro el revolver, hay pistolas por todas partes pero, ninguna con munición.
Al poco, un hombre trajeado se detiene, no se acerca porque debo estar muy sucia, me pregunta, ¿qué hace?. ¿Qué hago?, le respondo. Mire a su alrededor, ¿qué ve?, ¿y me pregunta qué hago?.
Señora, en el fondo ha tenido suerte. Todas las poblaciones del mundo han desaparecido menos usted, los banqueros y los políticos. ¿Banqueros y políticos sí han quedado?. Me lo confirma.
Miro hacia los cadáveres de mis hijos, de mis vecinos, de mi familia... Yo sola en el mundo con los banqueros y los políticos...
Y ahora, ¿qué?.
Pero sucedió, que al poco y no muy lejos, el sonido de un disparo dejó estáticos a los que caminaban. Todos dejaron de caminar dirigiendo la vista hacia donde había sonado. Pasados unos segundo otra pistola que habla y otra y otra más. La sangre corre hacia las alcantarillas. Los vivos escuchan temerosos aquellas ráfagas, se acostumbran al ruido, no les va asustanto el color de la sangre. Hay algo en el aire que les obliga a quitarse la vida y lo mismo sucede en los aviones, los buques que trasladan personas de un punto a otro, no se sabe cómo pero todos consiguen pistolas. Una pareja en la pista de baile acaban con sus vidas al unísono, poco antes se había dicho que de nuevo se encontrarían en el jardín de Abhalatus, con el que siempre han soñado pero ignoran si en verdad existe. Las armas trabajan día y noche, aquí no se salva ni dios que alguien dijo. Cadáveres y más cadáveres colocados en todas las posiciones imaginables e inimaginables ocupan las aceras y las calzadas. Nadie camina, todo es silencio; de vez en cuanto una amatralladora tabletea pero al instante queda en silencio.
Mis hijos me abrazan con fuerza, cerca una pistola que tiene balas en el tambor. Las manos me tiemblan pero no quiero que sufran ahora que ya no queda nada. Armo el revolver, apunto a la mayor, disparo. Estoy ciega de dolor, los hijos han quedado en el suelo rodeándome. Pongo el cañón caliente en lo que creo que es la sien. La mano no me tiembla, tiro del gatillo y tan sólo escucho un clic. Sigo y sigo y los clics se repiten. Tiro el revolver, hay pistolas por todas partes pero, ninguna con munición.
Al poco, un hombre trajeado se detiene, no se acerca porque debo estar muy sucia, me pregunta, ¿qué hace?. ¿Qué hago?, le respondo. Mire a su alrededor, ¿qué ve?, ¿y me pregunta qué hago?.
Señora, en el fondo ha tenido suerte. Todas las poblaciones del mundo han desaparecido menos usted, los banqueros y los políticos. ¿Banqueros y políticos sí han quedado?. Me lo confirma.
Miro hacia los cadáveres de mis hijos, de mis vecinos, de mi familia... Yo sola en el mundo con los banqueros y los políticos...
Y ahora, ¿qué?.